El robo de las palabras

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Por Vicente Zito Lema

(APe).- Desde hace un tiempo, cuya medida exacta se pierde en un mar de calamidades, heridas sobre heridas sin tiempo a cicatrizar, hemos dejado de sentir los pies firmes sobre la tierra. Como si nada profundo nos perteneciera. Desnudos ante el espejo nadie mira por nosotros; no se juzgan los concretos actos del bien y del mal, y se naturaliza la banalidad.

Pareciera que todo lo profundo huye del ser. La única certeza es que el mundo en que vivimos sigue siendo terriblemente cruel y su falta de sentido se repite sin respuestas.
Movidos, conmovidos, también sujetados por semejante realidad, uno siente que va de aquí para allá en los juegos del aire, que el destino decide en soledad, y que la liviandad del vínculo con el otro se convierte en una huella sobre nuestra propia sombra.
Por eso tenemos de pronto la necesidad de un distanciamiento. Sumergirnos en los sueños del ayer, en esa materia tan fugaz, nos tranquiliza.
En la otra orilla está el futuro, depositar allí la perfección inevitable de la historia, se convierte en un dulce consuelo.
Sin embargo el presente existe, como un monstruo de mil brazos nos da golpes en el rostro y luego nos abandona con extrema frialdad.

Tengo ante mí un torbellino de imágenes y situaciones. Elijo una, la infancia, acaso porque sigo convencido que allí yace la verdad, que todo lo demás que ocurre en nuestras vidas no escapa del momento en que ella es fundada.
Confieso que he tenido un privilegio. Palabras y palabras, como aguas de río, de mar y de océano, me fueron dadas con amor en la infancia de mis primeros recuerdos.
Confieso que tengo una esperanza, de ella hablaba el entrañable Julio Cortazar: habrá un mañana en que todas las palabras estarán en todas las bocas, y entonces la muerte ya no tendrá poder.
He ahí el cielo, perfecto, inmutable en su eternidad, mientras el viento del presente se empeña en colarse por las rendijas de la ventana.
Salgo entonces a la calle, para enfrentar sin más vueltas la cara de la realidad. Lo que veo me espanta: miles y miles de niños se han quedado sin palabras. (De allí en más el alma se extravía sin cuerpo, la conciencia ha perdido el espacio de su materialidad.)
Las palabras (digamos la educación, porque la esencia de la educación es la palabra, que a su vez sostiene el pensamiento), también ahora se cotizan en bolsa: valen más que la tonelada de soja, el barril de petróleo o la onza de oro.
Bien se sabe: el crimen de la pobreza tampoco perdona a las palabras. Más aún, las pervierte y humilla, al quitarlas del uso originario, amoroso y de bien público, y convertirlas en una mercancía, en un valor que se acumula, en un arma privilegiada para dominar, vigilar y castigar.
Se las arrebata de los labios del más desdichado. (¡Vengo a denunciar un robo! ¡Se abusaron de su fragilidad!)
Se las arrebata del corazón de la necesidad. (¡La muerte es la madre de la justicia! ¡Por eso la justicia se sienta a la diestra del Poder!)
¿Qué harán hoy sin palabras los niños que puestos fuera de las palabras -con cruento dolo y organizada violencia-, no tienen recuerdos ni tendrán la obstinación de la historia? (Tienen gritos, maldiciones, hambre, dolor, odio, silencio...; falta la palabra que da sentido a todo ello, y pide rendición de cuentas por todo ello.) ¿Qué harán sin palabras los niños cuando los cielos, los dioses y los hombres cierran los ojos, cierran la boca, cierran la vida?

 

Edición: 1191


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