Derrumbando Buenos Aires

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Por Alfredo Grande

 “siempre que se mintió, paró”

“en una sociedad injusta, las dos constantes de ajuste son el azar y el delito”

(aforismos implicados)

(APe).- Cuando la justicia y el derecho son una cosa y la misma cosa, los ángeles sonríen. La cultura represora que aniquila deseos e impone mandatos, se nutre de la pluma, de la espada y la palabra. Con ese tridente arrasa la subjetividad y machaca los cuerpos. Una sigla en reemplazo de un nombre propio (B.N.E.M.) es la marca menos sanguinaria que puede mostrar este “menor”. En realidad, es ya un veterano de muchas guerras, de las cuales apenas encontrará reposo hasta que el tiempo, que nada sabe de esperas, lo vuelva a arrojar con la maldición de la mayoría de edad al campo de exterminios que algunos llaman vulnerabilidad. Medidas tutelares que apenas son salvajismos con el costoso disfraz normativo que la siempre alerta burocracia alquila o vende. La privación de la libertad, que el magistrado opta por no implementar, en realidad se ha consumado hace años.

 

Este joven viejo no dispone de ninguna libertad. De alegrarse, de crear, de divertirse, de compartir, de soñar, de reír, de pensar, de amar, de confiar. Nació hace 15 años, con una democracia que cumplía 13 años. Podría decirse que BNEM y la democracia eran hermanos. En realidad, debieron serlo. Pero no lo son. Nunca más el “menor”, tutelado sin tutela, podrá recuperar lo que varios se llevaron. Ha desaparecido aunque todavía no lo sepa. Pero lo sufre en su propia carne maltratada. No aparece ni siquiera su nombre, porque el excluido, el precarizado, el exiliado del consumo, solo tiene siglas que lo identifican, NBI que lo acorralan y estadísticas que lo esconden. No es en vano que la cultura represora nos recuerde que una golondrina no hace verano.

Sabe, por vieja y por diabla, que solamente garantiza el más crudo de los inviernos. BNEM podrá no empeorar su situación, pero jamás mejorarla. Y los cientos de miles que ni siquiera son reconocidos por una sigla, seguirán deslizándose en esa mezcla de tren fantasma y montaña rusa de la indigencia maquillada como pobreza. Los 15 años cosidos a retazos, como diría el poeta, no podrán ser reparados jamás. El daño psíquico, que se evidencia en la mente, en el cuerpo y en los vínculos sociales, no podrá jamás ser reparado. Primero porque el daño es demasiado y segundo, porque en los análisis macro y micro económicos, sociales, políticos, etc, el sujeto del deseo no está convidado y además es de piedra. O sea: lo han petrificado entre tantas resoluciones contrariadas, tantas advertencias desoídas, tantas miserias planificadas.

Mientras algunos sostienen la opción por los más pobres, otros enseñorean la opción por los delincuentes. No para ayudarlos, sino para estigmatizarlos. De esta forma, el código penal se convierte en una de las herramientas más sanguinarias de la cultura represora. Es el sostén ideológico, político del gatillo fácil. Porque si fácil es disparar, mucho más fácil es convertir las NBI en conductas delictivas. Porque los pobres, los indigentes, no son delincuentes, pero eso no impide que los traten como tales. La construcción social de un delincuente, de un vago y mal entretenido, no tiene mucha prisa, pero mucho menos tiene pausa.

Decir que pobreza y delincuencia no van juntos es cierto, pero apenas plantea el problema real. Porque la cultura represora en forma permanente junta, acerca, pegotea, mezcla la delincuencia con la pobreza y logra, como nos recuerda la Cantata Santa María de Iquique, que “es peligroso ser pobre amigo”. Y vaya si lo es. Para los delitos de los funcionarios que administran para sí mismos el “bien común”, siempre se habla, en el mejor de los casos, de errores de gestión. Pero la indigestión siempre es de nosotros, la panza llena y el corazón zurcido son ajenos. A miles de kilómetros de distancia, millones de ciudadanos estamos siendo tutelados por un tutor desaprensivo, soberbio, inútil, oportunista y con una clara decisión política, opuesta a su declamación más conocida. Hay que derrumbar Buenos Aires. Un edificio que no tuvo la vergüenza de haber sido, pero ahora tiene el dolor de ya no ser. Pero el derrumbe no es de un edificio, al menos no solamente. El derrumbe es de muchas vidas, muchas historias, muchos deseos, muchos proyectos.

Implota la vida, y entonces el arrasamiento de todos los sentidos es inevitable. Con la mala conciencia de los capitalistas, más serios o más solemnes, dice que se les pagará el valor del inmueble. Hasta una tarjeta de crédito asegura que hay cosas que no tienen precio. Pero no es raro que el Jefe de los Desastres confunda precio con valor. O valor de uso con valor de cambio. A los que consiguen todo pagando como un chanbón, al decir del tango, no les cabe que vivir es atesorar muchas vidas en una sola. Y que cuando nos arrebatan una sola de ellas, que puede ser un cuadro de nuestra juventud, una ropa que usaba nuestro padre, la paleta de paddle con la que jugaba con mi hermano, todas nuestras vidas se conmueven.

Si el cuerpo es la casa del alma, la casa es refugio y disfrute de nuestro cuerpo y nuestra alma. Pero para la cultura represora y arrasadora, construir tiene un costo que siempre paga otro. Con derrumbes, falta de presión de agua, contaminación del aire, pérdida de espacio aéreo, saturación de espacios libres, proliferación de espacios ocupados. Los countries verticales son la peor respuesta a una pregunta que sólo se hacen aquellos que no viven de su trabajo: ¿A dónde te gustaría vivir? Los demás, viven donde pueden, nunca donde quieren, y donde los dejan. Las riberas del riachuelo, que de tan contaminado ha perdido todo vestigio de agua, no parece un espacio donde vivir, jugar, amar.

Los derrumbados de la historia no temen perder su vivienda, ya que no la tienen. Están aterrorizados de perder su vida, porque la democracia se empeña en no cuidarla. Los sobrevivientes, (para decirlo de alguna manera), del derrumbe tienen algo en común, y lamentablemente algo muy malo en común, con ese joven de Catamarca. Serán pronto estadísticas, planillas, olvido. Pienso que si usáramos el código penal para entender la política en la reina del plata, hablaríamos de dolo eventual del progresismo para que nuestro “petit Berlusconi” haya podido humillarnos 4 años y ahora quiera hacerlo otros cuatro años más. Propongo que en el recuerdo necesario de las jornadas de diciembre 2001, actualicemos esa épica, aunque remixada en estos tiempos de capitalismo serio. De la queja a la protesta, de la protesta al combate. “Que se vaya Uno”. Porque juntos venimos mal y no queremos ser cómplices de que continúe derrumbando Buenos Aires.

  

Edición: 1219

 

 

 


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