El huevo de la serpiente

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Por Claudia Rafael

(APe).- “Todos tienen miedo y yo también... el miedo no me deja dormir... nada funciona bien excepto el miedo”. La frase, inserta en la boca del inspector Bauer, desnuda el nacimiento de una sociedad anclada en la opresión, la anestesia colectiva y la desesperanza. Cómo desentrañar esa anestesia, cómo introducir el bisturí en el corazón de una sociedad que parece haber perdido hace tiempo ya su propia brújula y empezar a soñar nuevamente un vínculo amoroso en el que la humanidad recobre sentido. El inspector Bauer presiente que ese germen será ni más ni menos que el principio del final. Es –a todas luces- el huevo de la serpiente. Ese desde el que se explican demasiadas muertes violentas: las nacidas en el entorno mismo de la víctima y aquellas urgidas institucionalmente como disciplinamiento social.

Una encuesta reciente de la UCA (Universidad Católica Argentina) revela que al 29 por ciento de los argentinos tiene a la inseguridad como su principal preocupación. Y si bien ese porcentaje alcanzó al 34 por ciento en 2010, sigue estando hoy a la cabeza. Recién después, con un 14 por ciento, aparece la educación; el desempleo, con el 11 y la pobreza, apenas con el 8. Estadísticas que cambian, obviamente, según el lugar de pertenencia: en Capital, la inseguridad preocupa al 39 por ciento contra un 34, en el conurbano y un 26 por ciento en el interior del país.

Pero ¿qué es exactamente la inseguridad?. El origen de las palabras, su etimología, suele abrir puertas a horizontes interesantes. Seguridad, del latín securitas, cualidad de estar sin cuidado. Andar por la vida sin riesgos. Pero aquel 29 por ciento global que ubica a la inseguridad como primera preocupación está seguramente pensando en un peligro determinado: aquel que puede afectar a cualquier delito que atente contra la propiedad privada. Difícilmente en el vastísimo territorio de las inseguridades se considere siquiera a la vulnerabilidad de quien vive sus días bajo un puente cualquiera, de quien no tiene un abrazo que lo abrigue de ternura o de quien no puede defenderse de determinados riesgos por el simple hecho de no saber ni leer ni escribir o de estar a abismos de distancia del cuidado de la salud o de un plato de comida caliente asegurada en su cotidianeidad.

Seguridad es, por el contrario, analizado exclusivamente en relación al terreno de lo penal.

Si existiera realmente una estadística veraz en materia de muertes violentas en el país, una de las curvas más pronunciadas de los últimos tiempos no recaería exactamente en el casillero de las producidas en el contexto de un asalto o de un robo violento. Más bien habría que depositar la mirada en una cuestión tan medular que sólo podría ser resuelta atacando de lleno a la médula. Es decir: hay, primero, una espantosa reiteración de asesinatos puertas adentro del hogar y entre personas que alguna vez guardaron lazos afectivos. Y, luego, una creciente repetición de muertes en manos de alguno de los tantos brazos del Estado.

A pesar de que –sin estadísticas oficiales- esa constante violenta se fue acrecentando cada vez con mayor énfasis en los últimos tiempos, hay una terca negación social. Cuando el 28 de julio de este año apareció sin vida Antonia, una bebé de Ayacucho, la sociedad entera, azuzada además por la arremetida mediática, salió a las calles a reclamar mayor seguridad. Cuando el 22 de noviembre murió Gastón Bustamante, en Miramar –la misma pequeña localidad balnearia en la que un grupo de policías violó y asesinó a Natalia Melmann en 2001 y en la que el hijo de uno de esos policías mató hace poco a un joven a la salida de un boliche- las tapas de los diarios titularon “durante un robo, matan a un niño en Miramar y los vecinos causaron incidentes”. Lo mismo cuando la semana pasada murieron –en lo que inicialmente se expuso como un robo- a Sara, Alí, Mónica y Ezequiel Miguel en Las Heras, Mendoza.

Ayacucho, Miramar, Las Heras estuvieron muy lejos las tres de un delito contra la propiedad privada. Y, tal vez, en el caso de Miramar, el primer gran síntoma fue el silencio mediático que siguió la historia en los primeros días después de la muerte de Gastón.

Hay un huevo de la serpiente desde el que se explican las muertes de Tomás Santillán (Lincoln), Candela Rodríguez (Hurlingham), Antonia (Ayacucho), Gastón Bustamante (Miramar), Carla Figueroa (General Pico), Olga Serantes y María Rodríguez (Olavarría); Micaela Galle, Bárbara Santos, Susana de Bártole y Marisol Pereyra (La Plata),  Mónica, Sara, Alí y Ezequiel Miguel (Las Heras); Estela Soledad Sena (Tres Isletas, Chaco), Keila Geraldine Rojas (Formosa) o Yudith Cari y su bebé de dos años (Palpalá, Jujuy).

Pero también hay un huevo de la serpiente desde el que se comprenden otras muertes: Guillermo Garrido (El Bolsón); Félix Reyes, Ariel Farfán, Esteban Méndez y Juan José Velázquez (Jujuy); Cristian Ferreyra (Tucumán); Belén Brizuela (Catamarca); Ariel Domínguez (Capital Federal), Sergio Cárdenas, Nicolás Carrasco y Diego Bonefoi (Bariloche); Mariano Ferreyra (Capital); Roberto y Mario López (Formosa); Rosemary Churapuña, Bernardo Salgueiro y Emilio Canaviri (Capital); Franco Almirón y Mauricio Ramos (José León Suárez), entre tantos otros.

La violencia institucional, es decir, la violencia generada en el mismo cuerpo del Estado y la violencia nacida del mismo círculo de la víctima son el símbolo más cruento de una sociedad que optó por autodestruirse. Con historias que demasiadas veces entremezclan las dos vertientes de muerte.

Hace exactamente una semana, Alfredo Grande decía en “Elogio de la voluntad” (edición del jueves 08/12/11 de APe) que “en forma individual mucha veces buscamos lo injusto porque nos da un marco de seguridad, especialmente cuando el sujeto está funcionando en la lógica denominada “estrategia de supervivencia”. Pero cuando un “Alto Tribunal” no puede (en realidad no quiere y no le importa) diferenciar entre avenimiento y sometimiento, está haciendo un elogio de su voluntad que en realidad es un elogio de la voluntad del victimario . Desestimar la acción penal mediante el casamiento, pone en evidencia la perversión de utilizar una institución que se  proclama como garante del amor, en  custodio de la crueldad.  Carla se casa y es cazada por las instituciones de la cultura represora. Violada en su cuerpo y en su derecho. Voluntad marchita que da cuenta del marchito deseo que pretende sostenerla. Carla ha renunciado porque le han hecho renunciar a otro humano derecho la dignidad. No pudo endurecerse pero además ha perdido la ternura. El mandato de amar al victimario no es amor. Es una caricatura grotesca y siniestra”.

Apenas unas horas más tarde, a las 4.30 de la madrugada del sábado, Carla Figueroa era asesinada por Marcelo Tomaselli a cuchilladas. El Tribunal de Impugnación Penal de La Pampa la había condenado al cadalso al entregarla a las garras de su asesino con una figura penal nacida para el sometimiento de la víctima.

La Justicia, la violencia institucional, decidió que no había riesgo para ella y que, por lo tanto, era justo aceptar esa figura de “avenimiento” pergeñada en el 99 ante la necesidad de eliminar la posibilidad de casamiento para eximir al victimario de una condena por violación. Esa modalidad del “perdón” que extingue la acción penal y que no es válida, por ejemplo, para el robo de una bicicleta, una naranja o la rotura de una vidriera sí lo fue para eximir de pena a Tomaselli sobre quien la misma Carla Figueroa había dicho unos días antes: “Nos habíamos separado hacía un mes y pico, yo había vuelto con él porque decía que se iba a matar. Desde que se quiso matar y le dieron el alta yo no quise saber más nada. Le dije a la madre que me perdonara, pero yo no podía seguir con esa situación (...) Fui a la casa de mi ex suegra, me subí a la moto para prenderla y él se sube de prepo atrás. Le pedí que se bajara, el me decía que no, que tenía que hablar conmigo. Que si quería volver a ver a mi hijo le tenía que hacer caso e ir donde él me decía. Sacó un cuchillo y me lo puso en las costillas. Me dijo que estaba re jugado, que no le importaba nada y que fuera por donde él me dijera. Frené la moto y me baje al costado de la calle. Me hizo sentar en una rueda de camión y me preguntó porque no lo perdonaba las cosas que me había hecho. Le dije que me había cansado y le pedí que me dejara tranquila. Quise arrancar la moto y me pegó una piña. Me obligó a subir de nuevo y me llevó hasta un desagüe. Me dijo que me sacara la ropa, yo me negué, me apoyó el cuchillo cerca de la cara y me dijo ‘sacate la ropa porque yo acá te cago matando’. Me saqué la ropa, hizo lo que tenía que hacer, terminó y se prendió un cigarrillo”.

Entonces una vez más: un 29 por ciento de la población reconoce (quién sabe cuántos más ni siquiera lo pronuncian) que sigue buscando el enemigo fuera de sí, lejos de su entorno, a kilómetros de distancia afectiva y a leguas de ese huevo de serpiente que tiene brazos, estructura y sostén institucional. Sin percibir el movimiento tenue y ondulado, la lengua bífida dispuesta al ataque y menos aún las escamas que camuflan obscenamente su presencia.

No es casual, no podría serlo, la frase en off que Ingmar Bergman introduce al final de su película, allá por finales de la década del 70: “todo estaba impregnado por el olor acre del temor e imperaba la desolación, el sufrimiento y la desesperanza. Todas las cosas y las personas estaban afectadas de un envenenamiento interno que les llevaba al espasmo, a la nausea”.

Edición: 2136


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