Sesenta y ocho niños

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Por Silvana Melo

(APe).- Un año y medio atrás. Un solo niño sirio, arrojado por la marea en la arena de los naufragios, conmovía a la gente de buen almuerzo, que salaba su plato con una lágrima dispuesta. Después cada uno volvió a su vida. A las muertes pequeñas de cada día. Debajo de la autopista, en los bosques desmontados, con los pulmones rotos, con una bala en la nuca. El sábado 68 niños sirios murieron absurdamente. Dejaron de ser cuando un vehículo desquiciado explotó contra los colectivos donde la gente en condena huía de la guerra. Ciento veinte murieron. Sesenta y ocho eran niños.

Sesenta y ocho. Tres clases de segundo en una escuela pública. Tres cumpleaños de papafrita y pelotero. Más de la mitad de la Casa de los Niños de Avellaneda. La cría de quince familias de la Villa 20. La cría de cuarenta familias de Pilar. Siete equipos, semilla de potrero. Sesenta y ocho niños. Sesenta y ocho prometeos dispuestos a arrancarles el fuego a los dioses. Sesenta y ocho puentes hacia un futuro que finalmente no llegó, muerto de miedo. Ahogado por un rayo que no cesa.

El vértigo incendia las páginas de los diarios. Una nena muerta en Tucumán. En Lomas de Zamora también. Eran apenas bebés. Absurdo su martirio.
Se descuelgan las pantallas de los televisores. Se arroja a gente desde las tribunas y dicen que se juega. El agua se lleva las casas y la historia de la gente de a pie. No queda un árbol que detenga el chubasco. Y termina en diluvio y fin de mundo.

En los barrios populares y apretados las balas suelen silbar en las tardecitas. Cuando cae un pibe nadie sabe de dónde llegó el silbido. Es lo mismo. La transa o la yuta. La misma muerte. Todo tan cerca, tan cerca que se huele el dolor.

A trece mil kilómetros murieron 652 niños el año pasado. Y sesenta y ocho el sábado. Cuando huían de una guerra que no saben, una guerra donde todos son los enemigos, una guerra donde todos disputan, una guerra donde los que imperan arriba del mundo depositan los pies en los escritorios, digitan códigos en sus teclados, matan sin ver la sangre y comen chocolate amargo antes de la Pascua. Una guerra imbécil, como todas las guerras. Mientras se limpian la boca de rojo y pastelera.

A trece mil kilómetros murieron 652 niños el año pasado. Y sesenta y ocho el sábado. Dicen las Naciones Unidas. Que unen el brazo sensible de las naciones. Las que con su otro brazo alimentan la construcción del terror y el armado del estrago. Para después arrojar cajas de leche y packs de agua desde los aviones. O armar las carpas de los refugiados. Para que los niños empiecen a morirse de miedo, de locura, de tifus y, de vez en cuando, de una bomba que cae por descuido. Unicef avisó en 2014 que los niños sirios eran reclutados como combatientes por el régimen de Bashar al-Asad y por la oposición. Que eran escudos humanos, torturados y vejados. Pasaron tres años y la humanidad ha descendido a los sótanos de su condición.

Sesenta y ocho niños murieron mientras huían de la guerra en una tierra de sangre.

Mientras los emperadores de Estados Unidos y Norcorea deshojan la margarita de su guerra global. Y se disputan, en los mingitorios del mundo, la extensión de sus misiles.

Afuera los niños caen, como la semilla algodonosa de los palos borrachos.

Edición: 3378


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