Hambre y olvido en la ciudad más rica

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Por Claudia Rafael

(APe).- Cuando la angustia le quema el alma, Graciela sale de la piecita 4x4 en la que vive con su pareja y tres de los críos en el hotelito de Constitución. Se va a la plaza de los alrededores un rato, se fuma un porro y después vuelve. Se sonríe cuando lo cuenta y relata, a la vez, que ya no consume paco. Las huellas de la vida en las cárceles a cielo abierto y consumiendo pasta base se ven en sus dientes. Los que no están. En las marcas sobre su piel. A media mañana, arranca con el carrito de supermercado y una de las hijas a patear la ciudad más rica del país. El hombre al que ató su vida hace ya un tiempo, se va con la más chica de las nenas a pedir monedas en un puesto fijo a metros del obelisco. Se juntan ahí a las cuatro de la tarde y ya pegan la vuelta. “Sé por la plata que trae si consumió o no”, cuenta.

Graciela es una sobreviviente eterna. Del conurbano profundo que dejó de piba para irrumpir en la ranchada de Constitución. Pasaron ya más de 20 años. Era una nena cuando abría las puertas de los taxis y estiraba la manita. Ascendió luego a la categoría de vendedora de rosas. Es la tercera generación de mujeres crecidas a los golpes en las calles. A veces se acomoda un poco. A veces se hunde y le cuesta salir. Son esos días –como canta Víctor Heredia- que parecen tábanos furiosos sobre mí. En los que una jauría de recuerdos me acosan con su ayer.

Graciela vive en la gran ciudad. Esa en la que –siempre se dijo- dios tiene su mostrador olvidado. En la que el pobrerío se hacina bajo los puentes, en las esquinas, sobre negocios abandonados, en las ranchadas de Constitución o del Bajo Belgrano. Hambre y frío. Hambre y humedad en los huesos. Hambre y dolor de panza. Hambre y sueño.

El que se cayó hace rato de los andamios de un semi bienestar, no pronuncia la palabra futuro. Quien se desplomó hace poco nomás e irrumpió a la calle –territorio hostil y desabrigador- sueña con volver a la piecita o al techo que le arrebataron: los gobiernos, la suba del dólar que decanta en inflación, la competencia feroz en el cartoneo, la eterna mala suerte que les sellaron en la frente.

A finales de 2018 –según el informe del Instituto de Pensamiento y Políticas Públicas- “el 43,7% de los porteños (1.343.000 personas) no tenía asegurado el acceso a una canasta de bienes y servicios que le permitiera la reproducción adecuada de sus condiciones de vida”. Ese porcentaje llegaba al 34 % nueve meses antes. Es decir, casi 300.000 porteños dejaron de tener garantizada una canasta necesaria en ese tiempo. “A razón de 33.111 porteños por mes, 1103 por día, y 45 por hora”. Los que pasan hambre, según el informe, son 204.000.

Multitudes anónimas. 204.000 NN del sistema. A los que nadie mira y nadie ve. A los que se teme porque huelen como huelen los nadies. Los que juntan frazadas, cartones, la carcaza de una computadora que alguna vez transportó información sensible, un secarropas olvidado e inútil, un pedazo de puerta, una silla renga. Los que estiran la mano. Los que se enojan porque no hay quien les diga buen día. Los que se llenan de rabia porque si no, no hay modo de sobrevivir un cachito más. Los que se hunden en un par de botellas plásticas de fernandito. Los que se mueren de ira para no mostrar que están muertos de miedo.

Todo concentrado en la gran ciudad. La que decide destinos. En la que se acumulan turistas que fotografían el hambre y el cartón para llevarse un recuerdito del mundo olvidado. La ciudad en la que se pactan los disparos y las balas para vaciar de tanto desarrapado suelto que es sinónimo de peligro y de inseguridad. La ciudad más rica de un país en la que la palabra felicidad dejó hace tiempo de estar amarrada a la infancia. Y en la que casi la mitad de sus habitantes no tiene “asegurado el acceso a una canasta de bienes y servicios que le permitiera la reproducción adecuada de sus condiciones de vida”. Y 204.000 personas padecen hambre que sigue siendo un crimen de Estado. Del que los victimarios salen siempre indemnes y las víctimas se deshacen en números sin rostros ni dolores que la sociedad de los incluidos prontamente olvida.

Aunque como piltrafas desdeñadas ya asomen y se planten con sus cuerpos gastados ante las grandes estructuras edilicias del poder al que nunca le tiemblan las manos para firmar el destierro de los marginados.

 

Edición: 3852


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