Encierro y territorio: estrategias de control social

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Por Claudia Rafael

(APe).- Los 650 pibes (más del 90 por ciento son varones) encerrados en institutos de la provincia son la síntesis de un calvario y a la vez una metáfora social. Son, apenas, el 0,02 por ciento del total de pibas y pibes entre 10 y 19 años en el territorio bonaerense. Que no desnuda cuántos son los niños y adolescentes que cometieron o cometen un delito sino, más bien, dónde el Estado pone el acento del control social. No hay que hacer malabares para buscar una respuesta aguda al interrogante. Por eso esos 650 pibes constituyen una metáfora. Porque la médula de ese control está en los territorios y no en los mecanismos de encierro.

De los 650 hay 72 con medidas de seguridad. Que no es otra cosa que encerrados pero inimputables (uno de 13 años, 37 entre 14 y 15, por ejemplo); 6 aprehendidos; 39, detenidos; 364, procesados. Apenas 83, con una condena y 86, con sentencia por ser considerados penalmente responsables.

A la hora de desgranar los delitos, 360 fueron robos en diferente grado; 5 hurtos; 174 homicidios (contra cerca de 900 cometidos por adultos); 7 lesiones en distinto grado; 15 delitos contra la integridad sexual. Hay 11 por infracción a la ley 23.737 (en su mayoría, consumidores de algún tipo de sustancias).

Los métodos de control social que se aplican en los territorios son de una vasta multiplicidad. De hecho, en el informe que esta semana presentó la Correpi apunta que de las 7093 víctimas de gatillo fácil compiladas a pulmón a lo largo de los últimos 36 años, el 43 por ciento tenía menos de 25 años. Y la casi totalidad estaba atravesada por su pertenencia a las clases populares. A las poblaciones marginadas. A los habitantes de las geografías del encierro forjado en las villas y los asentamientos. En esa categoría acuñada por Alberto Morlachetti como cárceles a cielo abierto.

Allí donde se puede ingresar con una rebosante facilidad en los enormes bolsones de las causas armadas. En donde un arma de fuego puede ser el pasaporte a la crueldad en las manos de un niño que aprendió desde la leche tibia que le arrebataron en la cuna ausente que no hay que esperar más que cuchilladas por parte del Estado. Que le amasó la ausencia y el desabrigo para forjarlo como materia social sobrante. Allí donde las fuerzas de seguridad ingresan sistemáticamente como amos y señores de cuerpos y vidas.

Las proyecciones estadísticas del censo 2010 indican que en 2019 la población de 10 a 14 años en la provincia de Buenos Aires es de 1.358.686 y la que va de 15 a 19, suma 1.304.980. Un total de 2.663.666. Y los 650 pibes en los centros de encierro son apenas el 0,02 por ciento de ese total.

¿Dónde están los otros? Los olvidados. Los que se afanan el celu de la doña en la barriada de calles poceadas. Los que venden falopa a los desarrapados, tanto como ellos mismos, en el kiosquito de la villa. Los que, cuchillo en mano, le hacen la vida imposible a las y los habitantes de la postergación eterna. A los que laburan de sol a sol en lo que pueden. Changueando. Cartoneando. Levantando paredes donde no hay. ¿Dónde están los pibes condenados a la nada misma? Como esos tres que cayeron a balazos en la villa pegada al riachuelo de olores densos en estos días y sus vecinas y vecinos respiraron aliviados.

Es tanto, pero tanto, lo que hace falta para que la tortilla se vuelva de una buena vez. Para que esos pibes y pibas condenados a los silencios tuerzan su rumbo. Esos que se hacen fuertes a contramano de los poderes que les agriaron los sentidos. Pibes que conocen, en carne propia, en cicatriz interna o provocada, que lo que los espera más allá de la esquina no sabe a miel.

Los que vivencian, como esos 650 que hoy están en institutos de encierro bonaerense, que –tal como publicó en su Informe 2019 la Comisión por la Memoria- esos centros tienen “precarias instalaciones eléctricas, ausencia de gas, de un sistema de calefacción y de ventilación, paredes descascaradas y con hongos producto de la humedad, ausencia de vidrios y/o policarbonato que frenen las inclemencias del tiempo, duchas sin empuñaduras y, salvo en contados casos, sin agua caliente, falta de agua potable y presencia de materia fecal. La sobrepoblación y la ausencia de espacio y mobiliario indispensable para el descanso (camas, colchones y ropa de cama) se observan al encontrar jóvenes durmiendo en el piso de las celdas o en diferentes espacios (comedores, sector de escuela o jaula de recreación)”.

Pero que conocen, a su vez -esos 650 y los cientos y cientos de miles restantes calificados como pobres, vulnerados, castigados con las varas dolorosas del hambre y la humillación- que la rabia quema. Una rabia que puede provocar los incendios más revolucionarios y bellos pero también los más trágicos y crueles. Depende del sendero que emboquen los niños nadies. Si el de la autodestrucción o el del aullido de la conciencia colectiva que grita inequidades. Esas que tan maravillosamente describía el inigualable padre de las aguafuertes porteñas al escribir hace casi 90 años que “en nuestra ciudad los tachos están llenos de basura y de comida. Yo levanto la cabeza… ¿es posible que estemos únicamente a quinientos metros de la calle Florida, el estuche de bombones, la vía de cristal y el oro de nuestra ciudad?” (*).

La destrucción ha sido demoledora. Y habrá que empezar a subir, piedra sobre piedra, la pendiente hacia la cima.

(*) Roberto Arlt

Fotos: La Izquierda Diario y EnREDando.org

Edición: 3903


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