Lucas, Facundo y los cuerpos que no importan

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Por Claudia Rafael

(APe).- Los 18 años de Lucas Verón llegaron con el final de su vida. Fue la víctima número 21 de una lista de 20 varones y una mujer. De los 20, 12 tenían menos de 25 años. Y 12 también vivían en la provincia de Buenos Aires y fueron ejecutados por balas del Estado. Tres en Córdoba; dos, tanto en San Luis como en Tucumán y uno en CABA igual que en Jujuy. Lucas Verón estaba estrenando sus 18 en el conurbano profundo –en poblados cuyas calles también pisaba Luciano Arruga- y ya era madrugada de viernes cuando uno o dos de los policías que decidieron perseguirlo cuando iba a comprar gaseosas, lo atropellaron, le dispararon, lo asesinaron, intentaron dibujar la causa y se escaparon. El plomo sobre su cuerpo fue un plomo estatal.

Pagado puntualmente con los impuestos de una sociedad que suele dar vía libre a las fuerzas de seguridad. Como prolongación del fácil gatillo se alió la fiscalía para que –con su aval- la policía enchastrara la investigación, apretase testigos y forzase la versión del chorrito al que con la justificación necesaria –aliviadora de las conciencias sociales- había que eliminar.

Las cuentas que hace la Comisión Provincial por la Memoria arrojan un crimen estatal cada 40 horas en tiempos pandémicos. En los que, como suele ser en situaciones excepcionales, el vía libre al aparato represivo cobra aún más fuerza. Pero se ampara –como ha sido sistemáticamente a lo largo de la historia- en la filosofía Patti: “no quiero policías que no hagan nada porque están esperando la orden del juez” o bien “la policía a veces debe actuar fuera de la ley”, decía a mediados de los 90 para fogonear la libertad de crimen y disparo.

La multiplicidad de razones que habilitan a las distintas policías a gatillar suelen ser mínimas. Y la pandemia amplía aún más el abanico. El cartonero de Temperley que iba a buscar pan duro para los caballos de su carro y recibió tres balazos en la espalda. La desaparición forzada de Facundo Astudillo Castro mientras iba a Bahía Blanca. Los 18 tiros en el cuerpo de un pibe de 18 años (uno por cada año) por parte de un policía federal en Avellaneda que intentaba comprar una play por vías poco claras. Un joven con brote psicótico en Florencio Varela que fue visto vivo por última vez arriba de un patrullero y luego apareció muerto en una tosquera. Un peón rural tucumano desaparecido y asesinado por la policía con su cuerpo arrojado del otro lado del límite con Catamarca. Es decir, no hay un modo operativo que calque la puesta en escena en uno y otro caso. Porque hay una creatividad sublime. Pero sí hay puntos en común insoslayables. La pertenencia social de las víctimas es la misma. Los márgenes nutren cifras.

Entregan involuntariamente sus cuerpos. Exponen su fragilidad, su desobediencia o su insurrección ante el poder de las armas, de los golpes o de los cordones dentro de una celda de quienes detentan poder.

Porque hay voceros del estado que azuzan para que los uniformes salgan –con la excitación inspirada en las diatribas de las Bullrich y los Bernis- rabiosamente, a las calles. Porque el poder policial se asume con su permanencia sistémica, más allá de los representantes políticos fugaces o de turno, cuando renuncia en masa como en Chaco tras el intento de sanción a quienes entre ellos torturaron a familias qom. O cuando va a la huelga ante el intento de enjuiciar a un torturador o asesino de gatillo alegre.

Los márgenes entregan sus cenizas y sus barros aunque sus habitantes no quieran. Basta asomar los respiros por fuera de los cuadriláteros establecidos para que los uniformes reaccionen con un hasta aquí. Y demarquen los territorios con la sangre que succiona y escupe el estado con los cuerpos que no importan.

Edición: 4043


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