Fuego y dolor: las sucursales del infierno

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Por Claudia Rafael

(APe).- El infierno es un lugar inasible al que se destina el descarte. El infierno son los otros. El infierno es el centro de rehabilitación San Fernando de Las Lonjas, Pilar, en el que este martes murieron intoxicadas por monóxido de carbono cuatro personas. Donde 18 del total de 24 estaban distribuidos entre “tres habitaciones y el resto en camas o colchones tirados en el suelo del living”. Donde hacinados y sobremedicados permanecían encerrados “más de 23 horas en las habitaciones, saliendo algunos minutos para el almuerzo y cena, y una vez por semana al patio, sólo aquellos que no se quejaban de las graves condiciones de internación”.

El infierno tiene infinitas sucursales. También lo es la muerte de otras 24 personas por el consumo de cocaína envenenada en Hurlingham, Tres de Febrero, San Martín e Ituzaingó y la intoxicación de otras 80 que sobrevivieron. El infierno está diseminado por todas partes y es el destino al que se empuja a los sobrantes de un sistema que produce ejércitos enteros que no tienen lugar. Son los pibes a los que se coopta para matar y para morir. Aquellos a los que se elimina a cuentagotas con los residuos más ponzoñosos de lo que otros desechan.

Lo ocurrido en Las Lonjas no importa a nadie. Después de todo, los cuatro muertos –tres de 25 y uno algunos años mayor- ingresaron hace demasiado en la categoría de nadies. Tan nadies como los 104 del veneno (24 murieron; el resto, sobrevivió). Sólo que, en ocasiones, la prepotencia numérica dispara la historia a los medios. Cuatro –nadies, descarte, “faloperos”- no hacen número. Como tampoco lo hicieron las muertes por goteo y por amplio abanico de mecánicas en otros centros de rehabilitación de la misma localidad de Pilar: en las comunidades San Antonio, San Ignacio o San Camilo. El periodista Pablo Galfré, autor del libro “La comunidad, viaje al abismo de una granja de rehabilitación” (Editorial Sudestada), contabiliza –a partir de un archivo personal- de catorce muertes registradas en diferentes comunidades terapéuticas. Desde un pibe de 16 a un hombre y una mujer de 40.

“El subsector privado en el ámbito de la salud mental cubre el vacío estatal en materia de política pública sanitaria. El Estado tiene la responsabilidad de desempeñar el poder de policía al habilitar y fiscalizar todas las instituciones privadas, sin embargo delega la atención de la salud mental y el abordaje de las personas con consumo problemático de sustancias y adicciones, permitiendo una total discrecionalidad”, denuncia la Comisión Provincial por la Memoria en uno de sus informes anuales y al abordar maltratos y muerte en un centro de rehabilitación también de Pilar. Sin controles reales, cada comunidad recibe suculentos aportes de obras sociales como IOMA o PAMI y de diferentes prepagas; se suelen dibujar diagnósticos que repiten mecánicamente historias clínicas y psicológicas de un año a otro y de un informe de renovación al siguiente. Con medicaciones demasiadas veces excesivas que se sostienen como letra de manual repetida en el tiempo.

Las crónicas vitales en las que, desde hace años, Carlos del Frade desnuda historias de dolor y despojo de pibas y pibes de los márgenes que mueren o matan o que encuentran en el destino de soldaditos una salida, no son otra cosa que radiografías del dolor.

Cuando Carlos Saúl Menem creó la Secretaría de Prevención de la Drogadicción y Lucha contra el Narcotráfico y posicionó a su amigo, el viejo boticario olavarriense Alberto Lestelle, como secretario (1989-1995) coincidió extrañamente con el paso de la Argentina de ser un país de tránsito a un país de consumo y de producción de drogas. No en gran escala pero producción contundente al fin. Y facilitó, en definitiva, el pasaje de la Argentina a país narco.

La periodista mexicana Cecilia González, con varios años de residencia en Argentina y autora de cuatro libros escritos sobre las lógicas narco en el continente, sostiene que “las políticas sobre drogas durante el kirchnerismo, el macrismo y ahora el peronismo no han diferido sustancialmente, salvo la teatralidad de Bullrich. Pero en el fondo, la estrategia no ha cambiado: prohibicionismo, criminalización y falta de prevención”.

Hay infiernos de dolor y tragedia que se reflejan en biografías de marginalidad y muerte. En Las Lonjas, Pilar, el infierno tenía asentada una de sus infinitas sucursales. Donde había jóvenes derivados por una parte del Estado mientras otra parte del Estado se desentendía. La Comisión Provincial por la Memoria denuncia tras las cuatro muertes que “los jueces son responsables, no conocen los lugares donde derivan a los jóvenes que deben ser tratados como pacientes, y no realizan un seguimiento de esas internaciones”. Pero a la vez advierte que el centro de rehabilitación San Fernando “no está habilitado”.

Las cuatro muertes evitables de Las Lonjas, las 24 anteriores por la cocaína adulterada, las 14 contabilizadas por Galfré en Pilar durante los últimos años, los infinitos crímenes cruzados que se llevan puestos a pibas y pibes que intentaron insuflarse de algún deseo en consumos sostenidos, los que –como Candela Sol Rodríguez, de 11 años- mueren en el contexto de una guerra narcopolicial en el Oeste bonaerense (2011), los que como Micaela Ruiz, de 13, caen en una pugna entre transas en Fiorito (2011), los que como Jere, Patom y Mono (Villa Moreno, Rosario, 2012) mueren acribillados en una guerra violenta con condimentos narcos y barrabravas. Unas y otros cayeron en las múltiples delegaciones del infierno. Ese sitial que se construye por obra y efecto feroz de un sistema que fabrica sobrantes con una sistematicidad atroz. Y que a medida que los crea, edifica los mecanismos –a veces, precisos; a veces desprolijos- para su exterminio.

Edición: 4070


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