La cruz de la condena

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Por Silvana Melo

(APe).- Se mira la pancita. Se toca la redondez. Pero no entiende. Está asustada. Asombrada. Angustiada. Tiene diez años y creció en la zona rural de Corrientes. Apenas dos meses atrás una chiquita entrerriana de 11 años fue obligada por la violencia institucional a tener un hijo que no deseaba.

Que no comprendía. En un vientre que crecía con el mismo volumen que su terror. “Quiero que todo sea como antes”, dijo. En las villas del conurbano, la policía usa a las niñas de la intemperie para saciar la precariedad de sus deseos. Y a los niños para delinquir en su provecho. La violencia los golpea en la cabeza para que no puedan pensar. Los subalimenta, los deposita en sus prisiones fatales de los confines, los envenena con el agua y el aire y ejerce el poder prostituyendo y enajenando la dignidad hasta lo hueco.

Para el ministro de Salud de Entre Ríos si la niña ovula y menstrúa ya está preparada para parir. Aunque tenga diez años. Para el ministro de Salud de Corrientes, si la niña se embaraza es para cobrar la Asignación por Hijo. Aunque tenga diez años. Y no pueda comprender lo que está pasando en su cuerpo, lo que pasó con su cuerpo, lo que pasará cuando su cuerpo se parta en dos y sean dos los desamparos para enfrentar un tiempo que se las tiene jurada. Como una réplica brutalmente pedagógica ante la insolencia de la esperanza.
Obligar a Luciano Arruga a convertirse en delincuente para la caja policial o arrodillar a una nena a la altura de la nueve milímetros es vaciar de dignidad. La policía asesina y la policía petera (como la define Javier Auyero) son el cuerpo concreto de la violencia. Las pibas morochas, flaquitas, con los dientes picados por la mala comida, con el futuro jugado por ser niñas, por ser pobres, por ser mujeres, son mutiladas también en el deseo. Irrumpen en la sexualidad con sangre brutal, con la prepotencia del poder sobre sus cuerpos sin ganas ni tiempo ni madurez, en manos de padres, padrastros, tíos, abuelos, vecinos, policías.
El embarazo llega como llegan las enfermedades. Como llega la humillación. Sin deseo, cortado y tirado a la bolsa de los residuos patológicos. Como una vesícula o un apéndice. Pero el embarazo es otro que crece adentro. Cuando ese adentro es tan niño como el que crece y ella no quería. Ni podía. Ni imaginaba.
Ayer apareció la tercera chiquita correntina en pocos días con más de cinco meses de gestación. Visibilizada por los medios que construyen el efecto ola cada vez que un caso sacude a una sociedad que siempre mira de lejos. 
"La chiquita fue violada por una persona conocida, aparentemente de la familia, que aún está prófuga", sostuvo el juez en lo Civil, Comercial, Menor y Familia de Santo Tomé. La nena, dijo el juez, está "bien de salud, pero con una angustia y un asombro muy grandes".
En Corrientes el 30% de los embarazos son adolescentes, según la doctora Silvia Lapertosa, directora del Hospital Vidal. La provincia que gobierna el radical indefinido Ricardo Colombi supera al Chaco (24,5%), a Formosa (22,6%) y a Misiones (21,6%) en maternidad niña. En un escándalo de ausencia y desidia estatal, su ministro de Salud, Julio Dindart, exhibió impúdicamente la hilacha del desprecio a la infancia vulnerable. “Se embarazan porque tienen un recurso económico como premio por haber tenido un hijo”, dijo. (Clarín tituló, el 5 de abril de 2009: “La fábrica de hijos: conciben en serie y obtienen una mejor pensión del Estado”).
Por las dudas, el arzobispo de Corrientes, Andrés Stanovnik, metió su baza mezquina, para delinear el perfecto dibujo del cadalso institucional. “Aun en medio de la conmoción e indignación que produjo el hecho, es importante recordar que toda vida humana es un don de Dios y que como tal debe ser respetada y protegida desde el inicio y luego en todas las fases de su desarrollo, hasta su término natural”. En ellas nadie piensa. Las violentan, las vejan, les tronchan el deseo, les prohíben el no quiero, les talan el placer para siempre, las obligan a ser madres a la hora de juego y el café con leche y las condenan al infierno. Que para ellas es terrenal. Inexorable y terrenal.
El ministro de Salud de Entre Ríos, Hugo Cettour, opinó que una nena de once años debía seguir adelante con su embarazo. Aunque su familia rogaba por la interrupción no punible (la Corte decidió, hace pocos días, recordar su existencia desde 1921). “A partir de que ovula y que tiene la primera menstruación puede quedar embarazada”. Aunque lo médicos que la vieron sostuvieron que la nena tenía "un desarrollo óseo en zonas de cadera que hacen impensable que el embarazo pudiera terminar con un final feliz". Nadie pensó en ella. En su no quiero, en su no puedo, en la violencia de su vejación, en la violencia de su brusca maternidad, en ese niño que será suyo y no, que la tendrá como madre y no, con quien se mirará un día y se reconocerá en soledad y desabrigo.
No sabe, mientras se mira el ombligo que fue lazo con su propia vida, que el 29 por ciento de las chicas que alguna vez estuvieron embarazadas no tuvieron a su hijo. Todas –según el informe de Unicef y Fundación Huésped- abortaron y pertenecen a las clases alta o media alta. El 80 por ciento de las que sí tienen sus hijos –a los 10, a los 11, a los 14- pertenecen a la circunvalación social de la pobreza. Donde la ausencia de dinero incorpora a las instituciones para remediar la desgracia que las mismas instituciones no evitaron.
Y terminan, las mismas instituciones, lustrando la cruz de la condena.

Foto: “Desalojo”, pintura de Osvaldo Morúa


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