Dólar-dolor, la atroz convertibilidad de estos tiempos

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Por Claudia Rafael

(APe).- En tres o cuatro días, mientras las pantallas de televisores y las webs de los diarios mostraban con gráficos la suba imparable del dólar, ministros y empresarios vieron triplicarse sus fortunas. Esas que están en bancos del exterior porque el país no les da confianza. Es un cóctel extraño que se entremezcla con la foto blanco y negro del pibe que acaba de tender prolijamente el colchón con una frazada anaranjada a rayas, bajo el refugio del 37, metros antes del puente. Sobre el asiento descascarado para esperar el bondi una mesa de luz sin cajones le sirve de apoya botellas. No entiende de dólares. Sólo de dolores.

Preguntaba Silvia Bleichmar en 2001 ¿cómo se mide el dolor país? Y respondía: “Si la sensación térmica es una ecuación entre temperatura, vientos, humedad y presión atmosférica ¿por qué no emplear combinadamente las nuevas estadísticas de suicidio, accidente, infarto, muerte súbita, formas de violencia desgarrantes y desgarradas, venta de antidepresivos, incremento del alcoholismo, abandono de niños recién nacidos en basurales —metáfora magistral de la convicción que tienen los miserables irredentos de que su prole no tiene ni tendrá otro destino—, deserción escolar, éxodo hacia lugares insospechados... para medir el sufrimiento a que somos condenados cotidianamente por la insolvencia no ya económica del país sino moral de sus clases dirigentes?”.

El tucumanito Facu Ferreyra ayer hubiera cumplido 13 años. Pero las balas policiales en la cabeza le frenaron la vida en los doce. Con un “hasta aquí llegás” violento y desmadrado que le vació la historia y lo desnudó de respiros. Evita, en cambio, hubiera cumplido 99. Y ella no se murió del balazo atroz de la policía sino -66 años atrás- del cáncer cruel que le instauró la historia hasta carcomerla y dejarla, como a Facundo a los 12, sin la médula de los días.

Ella también supo de calle porque la llevaba sellada en la frente y en las caderas con que vapuleó, mientras pudo, a los descarados ricachones de bolsillos engordados a fuerza de desprecio y bajeza. Ella se negó a que le arrancaran el corazón con que sentía el dolor de su pueblo. Y ya, en los últimos estertores vitales dijo “yo no me dejé arrancar el alma que traje de la calle”. Mientras hacía brotar de sus labios la desmesura sincera de quien ya no tiene nada que perder: “el mundo será de los pueblos si los pueblos decidimos enardecernos en el fuego sagrado del fanatismo. Quemarnos para poder quemar, sin escuchar la sirena de los mediocres y los imbéciles que nos hablan de prudencia. Ellos, que hablan de la dulzura y del amor y Cristo dijo: ¡Fuego he venido a traer sobre la tierra y qué más quiero sino que arda! Cristo nos dio un ejemplo divino de fanatismo. ¿Qué son a su lado los eternos predicadores de la mediocridad?”.

El dólar trepa a los cielos mientras dos nenes de 7 y 11 son detenidos en Córdoba en una estación de servicio de la que –dicen los escribas policiales- se llevaron unos billetes. Los gráficos revelan el ascenso de la moneda yanqui mientras el pibe de veintipico (que no tiene la piel ajada de los desarrapados que han vivido toda su existencia en las calles) se hace un festín en la puerta de la juguetería del conurbano profundo que justo, mientras él pasa con el carro cansino, saca a la vereda una veintena de cartones. Se larga a llover impiadosamente y el pibe apura el tranco. Se le mojará la mercancía que prometía salvarle parte del día.

El dólar trepa. El dolor se hace agudo. Un dólar, un pibe. La atroz convertibilidad de estos tiempos. Se triplicaron las cuentas bancarias dolarizadas en el exterior de los titiriteros de las vidas nuestras. Los dolores, en cambio, no están acuñados en ninguna casa de la moneda. Se cocinan a fuego lento en los arrabales. Se amasan con harina ardida en las calles oscuras. Se adoban con el condimento del desprecio y la perversidad.

El dólar se dispara quién sabe dónde. Los dólares son ajenos, los dolores son los nuestros.

“Yo no me dejé arrancar el alma que traje de la calle”, susurró Evita, agónica y demacrada. Los otros, los portadores de guadañas y cuentabilletes, nunca llegan de la calle. Ni se dejan arrancar el alma que traen desde la cuna de oro.

Alguna vez ya no será poesía. O quizás será poesía pero no apalabrada sino tangible. Esa en la que ellos, los nosotros, los ajenos, los olvidados, los que acarrean dolores en carretillas y vagones desplazados de las vías, llegarán de a centenares, de a miles e irrumpirán con la desmesura de los que siempre estuvieron condenadamente medidos. Y, con una música de fondo, como canta Serrat tomarán por asalto los palacios donde todo se calibra con gráficos y curvas… “No piden limosnas, ni venden alfombras de lana, tampoco elefantes de ébano. Son pobres que no tienen nada de nada. No entendí muy bien si nada que vender o nada que perder, pero por lo que parece tiene usted alguna cosa que les pertenece”.

Edición: 3610

 


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