Lo pre-visto y lo pre-destinado

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Por Claudia Silva

Pensábamos que ya no había más que ver. Que ya lo habíamos visto todo. Tanto caminar por los barrios más desposeídos de nuestro país, intentando acompañar procesos. Desarmando “lo natural”, “lo pre – destinado”, “lo merecido”. Construyendo espacios nuevos donde el derecho a soñar sea el fundamento. Restituyendo voces, apalabrando, abriendo ojos, restaurando miradas: despertando deseos.

Y pensábamos que ya lo habíamos visto todo. Que todo aquel despojo que le sobra al sistema y “se derrama” hacia los sectores populares gracias a la mano invisible de algún mago maldito, produciendo y re-produciendo sus correspondientes consecuencias, ya lo teníamos pre – visto, pre – concebido, pre – juiciado y pre – sentido.

Apelamos entonces a la mirada: montañas de basura, sobre las que los niños juegan, comen, mueren lentamente. Montañas de basura en las que las familias intentan apropiarse de algún que otro despojo que el sistema “les derramó”, para no morir de una vez, sino lentamente. Perros, gatos, ratas, ratones, insectos de todo tipo y de color. Una mora que oficia sin saberlo de límite geográfico entre el territorio en que habitan los que “más tienen” y los “que menos”.

Los niños, con sus pies descalzos, se abalanzaban sobre los carros que iban entrando al barrio, como si acarreasen en ellos algún tesoro: tal vez, un trozo de pan, una fruta podrida, o algún resto de comida, y con mucha suerte, algún juguete roto. Perros, gatos, moscas, niños, todos juntos peregrinando por una hogaza de pan. Niños, perros, gatos, moscas, rondando y “alimentándose” en las montañas de basura.

Luego de mucho caminar, arribamos a la casa donde habita la familia a la que el juez nunca conoció, pero entiende que los niños se encuentran “en riesgo” por “falta de cuidados parentales”. En el frente de la casilla, los niños: un bebé de tres meses, tres varones de tres, cinco y seis años, dos nenas de dos y de cuatro. Todos descalzos. El bebé llorando, vaya a saber uno por cuánto tiempo. Todos con hambre. Todos con sarna. Algunos, con gusanos en sus cueros cabelludos.

Sacamos unas hojas y algunos colores de nuestras mochilas y nos pusimos a dibujar con ellos. Se peleaban entre sí por la posesión de una “joya” –que pareciera desconocida hasta el momento -: los crayones de colores.

Estuvimos con ellos por al menos una hora, hasta que el niño de seis años nos condujo al interior de la casa tomándonos de la mano y aferrado a nosotros como si fuesen las primeras manos abrigadoras que conocía. Entramos a la casilla de piso de tierra y de una sola habitación que arbitraba a la vez de dormitorio, comedor, cocina y baño. Nos pidió que le sirviésemos agua porque tenía sed. Nos volvió a tomar de la mano y nos condujo hacia los fondos de la casilla donde se encontrarían sus padres.

Efectivamente, en el patio de tierra de los fondos de la casilla, estaban los padres de unos treinta años, en estado de ebriedad, narcotizados, desnudos y erotizados. No pudieron registrar nuestras presencias. Raudamente regresamos con los niños al frente de la casilla.

Sin embargo, nuestro registro volvió a ser - actuar en nuestros cuerpos. Y por primera vez sentimos esa confusión anímica que provoca la angustia en la garganta y en la razón, la contradicción de no saber cuál es el territorio de lo animal y cuál el de lo humano. En esos territorios, no había mora alguna que oficiase como límite. Todo se confundía, todo o casi todo era lo mismo.

Cuando salimos del barrio, y como es nuestra costumbre, nos sentamos en el primer lugar que encontramos para pensar juntos una posible estrategia y explicar – nos cada escena vivenciada, intentando crear un marco para la construcción. Y por primera vez, no pudimos. En cambio nos abrumó la angustia, la impotencia, el hecho de saber que somos sólo tres o cuatro soñadores diminutos que intentan restituir derechos a los niños –y por correlación a sus padres- en un sistema que los des – hecha (como a la basura). De aquél sistema que “derrama” sus desechos, produciendo y re-produciendo vidas - muertes que luego se encarga de juzgar, de culpabilizar y de castigar.

 

Edición: 2781


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