Los perros y los lobos

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Por Miguel Semán


(APe).- A la hora de la cena la familia rodea la mesa y todos apuntan las miradas hacia la pantalla. En ese momento los policías entran en acción. Sacan pecho, se trepan a las camionetas y arremeten contra la oscuridad. De golpe desembarcan en una villa de Buenos Aires, Rosario o Salta; dicen que van a en busca de ladrones de motos. Perforan una casilla vulnerable a la primera brisa, patean mesas, sillas, perros, gatos y personas, y al que se pone a tiro lo arrancan de los pelos. Los bebés lloran, las mujeres insultan, los policías pegan. Arrastran a un chico, lo tiran en la caja de la camioneta, lo esposan y vuelven a golpearlo. Todo ante las cámaras. Mientras tanto, sin sacar los ojos de la televisión, el ama de casa le sirve la comida a los suyos, y piensa que ellos, los propios, no son como ésos. Los hijos ajenos. 

Sobre calle de tierra, apenas alumbrada por la luna, perros que parecen fantasmas ladran como si supieran que se comete una injusticia. Una más de las tantas que cargan sobre el lomo. Las mujeres arremeten contra los policías. Uno de ellos se vuelve, encara al padre de familia y le pregunta de dónde sacó las cosas que tiene. Latas, tachos, caños de escape, ruedas de bicicleta. El hombre le muestra el carro. Sale a juntar basura, deshechos, sobrantes de la felicidad ajena. El policía le pide la factura. El hombre pregunta si debe pedir factura de todo lo que le dan. El policía ofrece su perfil a la cámara, levanta el caño de escape de una moto y dice que sí, que cada uno debe justificar lo que tiene. El hombre no sabe qué contestar. La mujer grita que ellos no tienen nada, sólo lo que el hombre encuentra cuando sale a recorrer las calles al amanecer y que en su casa nadie roba nada. 

En la camioneta al chico lo golpean otra vez. Las cámaras lo muestran.. Del otro lado de la pantalla la familia cena. El ama de casa se silencia. El amo también. El perro se rasca. Los chicos crecen y se aburren. La patrulla se aleja del rancherío. Se lleva sangre, huesos y dolor. Atrás, a lo lejos, perros y padres maldicen, aúllan y se desgarran sobre la tierra muda. Los gritos suenan solitarios. De a poco, algunos vecinos salen, se acercan y les preguntas si están bien. Otros ni se atreven a mirarlos, como si la desgracia fuera contagiosa.

Los perros y los lobos es una de las tantas novelas admirables de Irène Némirovsky. En los barrios bajos y pestilentes de Ucrania viven, en la peor de las miserias, los judíos pobres. Una franja media los separa de la alta sociedad, también judía y apenas respetada, o sólo tolerada, por el poder de su riqueza. Los habitantes de los barrios altos y una parte de la franja media saben que los progroms se desatan, cada tanto, sobre las espaldas de los miserables. Sin embargo, desde el fondo de sus almas, los ricos no pueden olvidar que los perseguidos, vejados y linchados llevan su misma sangre, y hasta, a veces, los mismos apellidos. La frontera entre unos y otros es alta pero carece de cimientos. Se basa en el éxito en los negocios, los asientos de una cuenta bancaria, el ir y venir de la moneda. Los afortunados no pueden evitar, ante la vista de sus hermanos en desgracia, un temblor instintivo. El miedo atávico que sienten los perros cada vez que los lobos aúllan en la noche de hambre o desesperación. Esos aullidos se les meten en el alma y no les permiten olvidar que ellos mismos, o sus ancestros, alguna vez también fueron lobos perseguidos por el hambre.

De vuelta en la comisaría los policías declaran que como resultado del rastrillaje dos menores fueron aprehendidos y que se labraron contra ellos sendos sumarios por disturbios durante el allanamiento. El padre de familia, o uno de los hijos, toma el control remoto y las mentes cambian de canal, quedan prisioneras en un baile eterno, en falsas carcajadas, en la misma pantomima que se repite noche a noche. Si en ese instante se cortara la luz, y de hecho se corta, los televidentes se sienten traicionados y vacíos. La noche, apretada, se desploma sobre ellos. No saben qué decirse. Las luces de emergencia no alcanzan a tapar el vacío. Esperan. La luz eléctrica, la vida no les vuelve y al final deciden que lo mejor es el sueño. Cada uno toma su pastilla y se deja caer sobre la cama. Esa noche los perros sueñan con lobos.

Buena parte de los argentinos cree que el exterminio de “los hermanos salvajes” los devolverá a un pasado idílico en el que todos fuimos perros cuidados y sumisos y nadie conocía el impulso de salir a robar para comer. Mientras la familia sin luz duerme, la televisión sigue andando y otros perros hablan de mano dura, prisión perpetua, pena de muerte para los lobos que andan por las calles. Aprueban los progroms en las villas, pero critican la debilidad de los jueces que liberan asesinos en potencia. Ignoran los golpes, los atropellos y las lágrimas. Se enfurecen, se les eriza la piel, sacan los colmillos y aúllan palabras sin saber, sin entender que el miedo es uno, que el desamparo, tarde o temprano, nos acorrala a todos. Y que todos, alguna vez, fuimos y volveremos a ser lo que tanto odiamos y tememos.

Irène Némirovsky, fue asesinada en Auschwitz junto a su marido a los 39 años. Dejó dos hijas y una valija de sus hijas que permaneció cerrada durante décadas. Cuando alguien la abrió se encontró con el manuscrito de la Suite francesa, novela publicada en el año 2004 y que originó un fenómeno literario y editorial. Su autora obtuvo premios que nunca se habían otorgado a escritores fallecidos. El libro se tradujo a treinta idiomas y la leyeron más de un millón de personas en el mundo. Los perros y los lobos (1940) fue la última novela que publicó en vida.

Fotos: Carlos Brigo

Edición: 2787


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