Tres chiquitas sacrificadas

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Por Silvana Melo

(APe).- A veces la vida es un laberinto con diez salidas donde siempre espera el Minotauro. Siempre una boca de lobo al final del camino, siempre dientes afilados sin alternativas. A veces la vida se disfraza de virus y se lleva a las niñas estragadas por sus propios padres o semipadres, inmoladas en castigo de sus madres, sacrificadas en el altar de los patriarcas de la cuarentena. Perros rabiosos de frustración, violentos contra el mundo descargados en los cuerpos de la cercanía, las mujeres que lotearon una vez y determinaron suyas. Y sus niñas, pertenencias vinculadas, laterales, pendientes.

Cuyas muertes vendrán a la cola de esa furia, como sacrificio en la pira de la masculinidad.

Tres chiquitas sucumbieron bajo este virus que se regodea en las cuarentenas. Tres chiquitas desde el 20 de marzo.

En Puerto Iguazú Natalia se paralizó cuando él la apuntó con un arma calibre 22. Estaban discutiendo en la tarde calurosa de Misiones, en el encierro pandémico, en medio de las cuatro paredes del #quedateencasa pensado para preservar la vida. De pronto él desvió el arma y disparó contra la hija de los dos. Una nena pequeñísima de dos meses. Era 26 de marzo y ella murió en el hospital. Era mínima, sutil, brevísima. Un cristalito. Una mujer.

Ella tenía apenas dos años y vivía en Lules, un pueblito de Tucumán. Su papá se la llevó el 28 de marzo después de discutir y le dijo a su mamá que se iban a morir los dos. La masculinidad pandémica y viral no se mata a sí misma en soledad. Se lleva a su hija de dos años para que el daño sea irreparable. Ella era mujer también. Pequeña, frágil y mujer.

Cristina, de 40, y Ada, de 7 años, vivían en Monte Chingolo. Ada tenía unos ojos increíbles. Claros y enormes. El novio de su madre era muy joven. Y se creía con atributos feudales sobre ella.

Las posesiones se defienden con las armas, creen los patriarcas. Sobre los territorios y las mujeres se planta bandera o cuchillo. Abel Romero protegió su propiedad con el cuchillo. Las apuñaló, las enterró en el patio y luego armó una historia inverosímil que relató sin una sola emoción. Ada tenía apenas siete años. Era una mujer pequeña con nombre de maga y con ojos de nubes claras grises azuladas.

A veces la muerte viene sin virus. Sin coronas ni covides 19s. A veces la muerte viene entre las paredes de casa y cuesta tanto #quedarseencasa porque en casa está papá o semipapá y eso tantas veces es la muerte. Sin virus ni coronas ni covides 19s.

Y a veces la vida cambia muerte por muerte entonces es un laberinto donde siempre espera el Minotauro. O casi siempre.

Edición: 3969 


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