Un día cualquiera

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Por Fernando Pasarín, desde Resistencia, Chaco (*)

(APe).- 4 de la mañana. Nacho despierta y se arropa a oscuras con las prendas que dejó al costado de la cama, sin hacer ruido para no despertar al resto de la familia que está durmiendo. Se levanta y se traslada con maestría esquivando obstáculos en la oscuridad del cuarto. Sale de la habitación y cierra la puerta suavemente. Levanta el interruptor y se enciende un foco desnudo que baja desde el cinc. Toma la pava, carga dentro agua de un bidón de cinco litros, abre la garrafa, enciende el anafe y la pone al fuego.

Se gira hacia una repisa de madera donde en el último estante hay un periódico abierto, lo baja con cuidado y lo coloca sobre la mesa. Sobre el diario hay yerba seca dispersa, una parte carga en un mate de latón enlozado hasta el borde. La llama del fuego lo hechiza y se momifica observándola, sacude su cabeza, toma el diario con delicadeza y lo acuesta donde estaba. Levanta una palangana plástica del suelo, la coloca sobre la mesa y echa un poco de agua del bidón, se enjuaga la cara y se la seca con los antebrazos. La pava comienza a murmurar, Nacho apaga el fuego, toma la pava, el mate y sale de la casa. Deja la puerta entreabierta para clarearle la mateada. Se sienta en un tronco al lado de la puerta y ceba mates sin parar, aspirando la bombilla con hambre, con la mirada pétrea en el luminoso abanico que la luz blanca pinta sobre el suelo negro de noche. Toma varios amargos, se despereza y se incorpora. Deja las cosas del desayuno dentro y camina hacia lo que oficia de corral a buscar a su yegua Irupé. La abraza por el cuello y le susurra algo al oído. Le carga agua en un tacho para que beba mientras él la ata a su carruaje. Busca del fondo cinco cajones de fruta y unas bolsas y los sube al carro, entra a la casa y sale al segundo con una gorra puesta.

4:30 de la mañana. Nacho sube al carro, hace un chasquido con la boca e Irupé inicia su marcha desde más allá de Fontana. El cielo comienza a teñirse de azul, el barrio duerme. En el camino levantan a Juan. Ruedan en vaivén por calles de tierra hasta llegar a la avenida pavimentada, aún desierta, aún con las farolas encendidas. El silencio gobierna, sólo se oye la música de los pasos de Irupé al acariciar el cemento con el metal de sus herraduras.

5:14 de la mañana. Llegan al Mercado Central de Resistencia, Juan cuida el carro y Nacho baja con un par de bolsas arpilleras. Entra saludando y pregunta si alguien necesita ayuda. Uno asiente y comienza a bajar cajones de frutas y verduras de un camión, y luego otro, y después para otro, y otro más. Entretanto toma una bolsa y carga con anárquica rapidez el descarte del feriante: tomates, acelga, zanahorias, manzanas, cebollas, bananas, todo alimento que no pasó el casting del Mercado por no tolerar con integridad el viaje hasta su destino. Nacho sale del mercado y se sienta al lado de su carro para organizar y seleccionar en cajones la recolección del día, separa lo vendible de lo imposible. El resto, lo depreciado de lo despreciado, aterriza en otro cajón. Juan se despide y se va para el centro.

8:28 de la mañana. Nacho acaricia la cabeza de Irupé, sube al carro, toma las riendas, hace un chasquido y parten. Las calles desbordan vehículos. Comienza el calor, autos poseídos, el ambiente se satura con ruido de motores y humos, motos cual moscas y torbellinos de tierra que levantan los colectivos. Nacho viaja sumergido en la melodía que Irupé propone con el hierro de su galope. Llegan al barrio y ofrece sus productos a viva voz a los vecinos mientras visita a sus clientes habituales, pasan por la casa de Juan y le dejan una provista de vegetales. Recorren el barrio de punta a punta hasta vender casi todo y vuelven a su casa.

12:42 del mediodía. Ni bien Irupé cruza el alambrado, los chicos y los dos perros corren a recibirlos. Hay paro en la escuela entonces los pibes comen en casa. Nacho detiene el carro entre los ladridos de los canes y los alborotados gritos de Mati de ocho años y Vale de siete, baja lo que no pudo vender y lo coloca al lado de la puerta. Mercedes se asoma desde dentro, Nacho se acerca, la saluda y pone en su mano el dinero que consiguió en la mañana. Vuelve al carro, desata a Irupé de sus lianas y la suelta en el corral, le moja el cuerpo y le cambia el agua para beber, ella tiene hambre pero debe esperar. El cajón de vegetales imposibles lo lleva hasta el chiquero y se lo tira a la desesperada chancha que lo devora todo con voracidad, Nacho la observa con la esperanza puesta en su grueso vientre. Escucha la voz de Mercedes que lo llama a comer, gira y va hacia la casa arreando a los niños cual pastor y su rebaño. Se sientan los tres a la mesa, y mientras Mati y Vale hacen bailar cuatro galletas redondas por toda la mesa, Mercedes sirve un guiso blanco: algo de carne, fideos, y algo más, suficiente para los cuatro. Terminan de comer y Nacho va a la habitación a recostarse un rato, Mercedes recoge los platos y los niños disparan hacia afuera para llevar a Irupé a pastar.

3 de la tarde. Nacho abre los ojos, se despereza, saca una pala ancha de debajo de la cama y sale de la casa. Deja la pala en el carro y camina hasta la canilla pública que se encuentra a unos 50 metros. Abre el grifo, se lava la cara y se moja el cuello. Vuelve y juega un rato con los chicos mientras Mercedes lava ropa en el fondo. Busca a Irupé, le pregunta si comió bien y la engancha al carro.

3:45 de la tarde. Nacho sube al carro, se despide de todos y hace su chasquido que Irupé traduce en movimiento. Viajan unos 200 metros y se detienen, Nacho silba y espera, de una casilla surge una mole humana gigante llamada Ramón, su socio por las tardes. Se saludan y arrancan los tres. Todavía es temprano, nadie se ve en el barrio, la siesta hace bien su trabajo. Llegan a la ciudad y comienzan a peinar las calles en busca de escombros o restos de poda de jardín u otro. Cada vez que encuentran algo en las veredas, Ramón salta del carro como una langosta, toca timbre y pregunta si quiere que le lleve la basura por 40 pesos.


7:50 de la tarde.
Hoy no hubo suerte, nadie quiso despojarse de su desechos y ya es hora de ir para el centro, es casi el cierre de los comercios, el momento del cartón. En la peatonal hay una gran concentración de cartoneros distribuidos por zonas. Hoy hay mucha policía y los cartoneros los miran de reojo temiendo un desalojo, esos que se hacen para marcar la cancha. Ramón brinca del carro a la caza del cartón y Nacho lo espera más adelante, no puede estacionar en cualquier parte, es una medida para preservar la estética del lugar. Minutos más tarde llega Ramón abrazando decenas de láminas de cartón y las tira al lado del carro, Nacho baja a compactar el material y Ramón corre a la captura del cartón restante que apartó antes que alguien lo declare en orfandad y se lo lleve, aunque a él ya nadie le roba. Vuelve con el remanente y ambos se ponen a trabajar el cartón recolectado. Hablan, ríen, se miran y dan por concluido el día de trabajo.

9:05 de la noche. Cabalgan hacia el barrio, el tráfico es intenso aún. Irupé está cansada, se percibe en la sonoridad pausada que le imprime al trote. Llegan a la casa de Ramón, reparten el cartón por partes iguales y Nacho sigue hasta la suya. Se asoman al terreno y los perros festejan con ladridos que Nacho intenta censurar. Estaciona, baja el cartón y lo coloca al lado de la puerta. Libera a Irupé, busca agua y la baña con afecto. Mientras asea a su colega le cuenta cosas y se ríe solo, o con ella. Le cambia el agua y busca atrás de la casa el alimento que le consiguieron a Irupé para cenar. Camina hacia la casa y se detiene a escuchar la calma, los chicos ya están acostados. Levanta el cartón y al tomar el picaporte Mercedes abre la puerta, Nacho sonríe, le da un beso en la mejilla y le dice en voz baja “hola mamá”. Entran y cierran la puerta. Los perros ladran, a lo lejos se escucha una cumbia, y mientras tanto la noche continua su jornada, como un día cualquiera.

(*) Fernando Pasarín se adjudicó el Primer Premio en el Concurso de Crónicas “Alberto Morlachetti”

Edición: 3145


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