Canillitas de la vida

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Por Claudia Rafael

(APe).- “La Protestaaaa”, “La Repúblicaaaa”, diarioooo voceaba el gurrumín de pelo revuelto y dientes separados, con las dos paletas de conejo y las pecas portadoras de pura infancia. Con la gorra ladeada y el pilón de periódicos bajo el brazo que calentaban un poco apenas en las noches de frío intenso de las viejas calles de empedrado de los tiempos del virrey Arredondo. Eran “la semilla de la discordia”, como enmascaró el diputado Luis Agote hacia 1919 cuando propuso sacarlos de la vida callejera como a sus hermanos lustrabotas, vendedores ambulantes, mandaderos o pibes de los inquilinatos.

“Esos niños empiezan como canillitas y terminan como canallas”, argumentaba el médico Agote y dibujaba con sus palabras la estrategia más perversa de apropiación de la infancia. Era necesario arrancarlos de los ambientes de inmigrantes anarquistas y socialistas, moralizarlos, borrarles todo atisbo de libertad y rebeldía con la institucionalización que generaba la Ley del Patronato de la Infancia.

Como antes, en 1902 ya se había marcado territorio ideológico cuando se estableció que “el Poder Ejecutivo podrá ordenar la salida de todo extranjero cuya conducta comprometa la seguridad nacional o perturbe el orden público”.

Había que barrer de las calles y las esquinas a esa presencia molesta que se transformaba en las mismas puertas del poder en un estandarte de denuncia.
“Yo no tengo casa, pero tampoco la preciso. ¡Pa qué la quiero! Tampoco tengo padres… Después de vender los números de la mañana, a las doce, me voy a los sótanos de cualquiera de los diarios de la tarde y allí me como un pan o masitas con algún chorizo asao, salame o butifarra. Cuando ya he morfao, salgo a vender, hasta la noche… Pero ¡qué pucha! los botonez no me dejan y me sacan á empujones, gritándome: ¡Haragán!...¡Atorrante!... Me tengo que ir á otra parte”, reconstruía Caras y Caretas en mayo de 1908.

Orden, progreso, tradición, patria, hogar. Banderas homegeneizantes de una Argentina vertiginosamente cambiante. Leyes y más leyes imponían -en un contexto conservador y de políticas higienistas- un concepto de nacionalidad que buscaba fusilar masivamente la conciencia política y la protesta. La Ley de Defensa Social, en 1910 promovía el arresto preventivo de cualquiera que estuviera teñido de pensamiento anarquista.

La niñez era y será siempre la semilla tierna e ingenua del peligro naciente. Porque el futuro es suyo y eterno, porque no hay muerte que los roce y les tuerza esa terca costumbre de caminar por el borde. Inocentes esponjas capaces de creer que utopía no es una estación de tranvía lejana y saber en carne propia que la injusticia no es reina y señora sino enemiga eterna.

Había que tutelarlos. Encerrarlos. Moldearles el pensamiento a imagen y semejanza. Quitarlos de sus conventillos e inquilinatos. Barrerlos de la calle.

Agote diseñó a la perfección la larga sombra que pendería sobre las cabezas despeinadas, de piojos saltimbanquis y pelos enredados, durante mucho más de un siglo. Control y moralización. Lemas impostergables que concluyeron y siguen concluyendo en la institución asilar. Las semillas de la discordia que fueron los canillitas de Florencio Sánchez son hoy millones de pibes de los arrabales que deben taxativamente ser celados para su necesaria regeneración.

Michel Foucault define que el Estado asegura el consenso social prometiendo orden y seguridad, colonizando e institucionalizando la vida colectiva. Y la normatización de la ley 10.903 de Patronato justamente bosquejó la intervención estatal para desdibujar de la vida nacional al niño “desviado”, al niño incontrolable, al niño semilla de maldad.

“Tengo en mi banca varias sentencias de jueces condenando por reincidentes a chicos de 10, 11, y 12 años de edad. Si se buscan los antecedentes de estos pequeños criminales, se encuentra que son lustrabotas, vendedores de diarios o mensajeros”, pronunció el médico conservador el 27 de agosto de 1919 desde su banca.

Los pequeños criminales de entonces tienen hoy también pecas y dientes de paleta y viven igual que los canillas de hace un siglo sin un techo y una mesa de nutrientes que los calienten en los días de frío. Suelen buscar esas tibiezas en las esquinas, ajenos al brazo contenedor del Estado. Desoídos en sus historias de ninguneo y de penuria. Empujados a las fronteras de la vida por falta de abrazo y de abrigo. Expulsados de la escuela a la que desconocen como territorio.

Canillitas que ya no venden diarios sino que limpian vidrios o hacen malabares en un semáforo que sistemáticamente les enciende la luz roja a sus vidas. Sin que puedan imaginar que una mañana de éstas tendrán que salir a vocear por las calles “diariooo, se aprobó el nuevo Código Contravencional en la provincia” pergeñado para caerles inmediatamente sobre sus propias cabezas. Para penalizar la protesta social, arremeter contra ellos y todos los vulnerables de estas tierras y abrir cada vez más márgenes a la discrecionalidad del poder policial y el control.

Edición: 1894


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