Estación a la victoria

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Por Claudia Rafael

    (APe).- La historia entera se concentró en ese sitial de la memoria por algunas horas. La estética de las paredes, las voces hondas que clamaban sus nombres; el pequeño altar con un tomate, un durazno y una vela como testimonio de los extraños misticismos que provocan, a veces, la mezcla de la santidad popular con la lucha de clases. Todo entremezclado conducía al 26 de junio de once años atrás. Ayer, una pequeña victoria con nombre de justicia reemplazó aquel nombre que olía a inmigrantes, federalización y genocidios por otro con aroma a utopía y masacre. Darío y Maxi se llama ahora. A sabiendas de que todavía pasará un tiempo antes de que los usuarios cotidianos del Roca digan “quiero un boleto a la estación Darío y Maxi”.

Las paredes de la vieja estación ostentan la historia misma en un relato caótico de esos días de un país que se devoraba las vidas de un solo trago. Las paredes dibujan los rostros de los asesinos y bosquejan las figuras ya míticas de las víctimas. Con sus cabelleras al viento y los sueños intactos y a flor de labios. Darío intentando parar las balas con su mano en alto como si pudiera detener el exterminio con su propia piel.
Darío y Maxi parieron miles de hijos aquel día. Mujeres con rostros surcados por la dureza de la vida en el pobrerío aguachento de los días ayer amamantaban a sus niños mientras otras voces jóvenes coreaban que Darío y Maxi no están muertos. Porque nadie muere para la Historia, si se lo sigue nombrando. Es el triunfo irrefrenable de los de abajo cuando las caras y las letras de sus nombres se constituyen en bandera.

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La imagen de la celebración de los 30 años desde aquel 83 que parece ya tan lejano se fundió en un cóctel con la fotografía de la masacre. En las voces se fustigaban las huelgas policiales y la reivindicación de la represión como “trabajo” y el gatillo fácil como “accidente laboral”. ¿Acaso se puede llamar trabajadores a quienes ostentan el plomo en la mano
 para matar impunemente o por detrás? Nadie sabía allí, donde la sangre de Maxi y de Darío fluyó a la tierra y se transformó en abono para la raíz de las esperanzas, que a 350 kilómetros, en una ciudad de cementos y olvidos, se acababa de lanzar días antes el SinPoPe (Sindicato Policial y Penitenciario) con una frase demoledora: “Tiraron un tiro a Kosterki (con la r transplantada e incomprensible) y Santillán y hace 11 años que vienen `choriando´ con eso, lo mataron al compañero Fuentealba y hace 20 años que los grupos de izquierda están trabajando con Fuentealba. A nosotros nos matan 50 por año y nadie levanta un dedo”.

Los mismos policías sindicalizados –que, en el caso de Olavarría, responden a Hugo Moyano- se atribuyeron allí la libertad de Juan Horacio Coria, el policía que mató de un balazo a “Tito” Ortega, un hombre que simplemente estaba en las orillas del arroyo Tapalqué con la intención de suicidarse. Mientras el policía que mató a Ortega está libre, la mujer de la víctima está custodiada permanentemente por otro policía, de la Federal. Extrañas paradojas de este país en el que suelen reinar las contradicciones.

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La misma paradoja que llevó a algunos de los responsables políticos de la masacre a votar a favor del cambio de nombre a la estación. Vanina Kosteki cuestionaba ayer que “varios de los responsables políticos de la muerte de Maxi ahora voten una ley para homenajearlo”. Y la voz de Aníbal Fernández, fue espada del kirchnerismo por años, replicaba: “Me siento en una situación sumamente incómoda. Porque esta chica me ha tomado de punto a mí y lo repite cada vez que tiene oportunidad. Si uno razona, se va a dar cuenta de que es de una idiotez superlativa. Yo era secretario general de la presidencia y las fuerzas de seguridad pasaba a mil millones de kilómetros … Además, ¿qué tengo que ver si desde el 14 de junio no estaba en el país? ¿Y qué hago yo? ¿La querello? Encima que tiene la desgracia de perder al hermano yo tengo que querellarla para que deje de hablar pavadas. ¿La querello y voy por sus bienes? ¿La querello y voy en términos penales a que dé las explicaciones penales encima que perdió a su hermano?”.
Ayer, la estación Darío y Maxi estallaba de banderas rojas y puños en alto. Darío intentando mil veces salvar a Maxi. Maxi escribiendo con su cuerpo el mismo poema parido cuatro meses antes. Ese que decía las bestias me persiguen y ya comencé a desangrar, por aquellos zarpazos que desfiguraron mi rostro y mutilaron parte de mi cuerpo, con todas mis
últimas fuerzas hallé una puerta, agitado, desesperado, intento llegar antes que ellos…

No sabían ellos aquel día, que once años más tarde sus nombres estarían estampados en esa estación que les llevó la vida. Tampoco imaginaban que Nora Cortiñas (Madre Línea Fundadora) llevaría, como llevó ayer, una remera roja con sus nombres y que los vivaría junto a los 30.000 que tajeó este país décadas antes. O que una mujer como Mónica Alegre, que apenas podía con sus días algunos años atrás, subiría al escenario hecha un emblema férreo por la historia de ese muchachito que es su hijo, desaparecido en democracia: Luciano Arruga, el que le dijo que no a la policía y por eso lo diluyeron para siempre en la nada.
Con Darío y Maxi se hermanaron miles como ellos. Estaban sobre el mismo escenario los familiares del maestro Fuentealba y de Kiki Lezcano, un pibe acribillado por el alegre gatillo policial.
A ninguno de ellos conocieron Darío y Maxi. No llegaron con sus respiros y sus luchas a abrazarlos. Los mataron antes. Los acribillaron a destiempo como repite testarudamente este país que lleva desde el 83 hasta ahora más de 4000 historias de muerte en manos de alguna fuerza de seguridad. Más de 2500 de esas 4000 fueron posteriores a la masacre de Avellaneda. Más de 2300 en la década K, que sigue nutriendo sus filas de algunos de los responsables políticos de la masacre y sin impulsar sus enjuiciamientos.
Ahora la estación dejó de ser Avellaneda para siempre. Jamás lo imaginó el ex comisario inspector Alfredo Fanchiotti, condenado a perpetua por el doble homicidio. Ni tampoco lo imaginaron Eduardo Duhalde, máximo responsable político de la masacre; o Aníbal Fernández, actual legislador K y entonces secretario general de la presidencia; o Felipe Solá, actual legislador massista y entonces gobernador. Y ni siquiera lo podrían haber pensado jamás Juan José Alvarez, jefe de campaña de Massa y entonces secretario de Seguridad de Duhalde o Alfredo Atanasoff, quien cumplía funciones como jefe de Gabinete. Menos aún Carlos Soria, que era entonces jefe de la SIDE y que murió por mano de su mujer como flamante gobernador de Río Negro.
A pesar de todos ellos y aunque ningún poder se atreva a sentarlos en el banquillo de los acusados y frente a un tribunal, ahora los trenes del Roca se detienen y parten cada día de la estación que, con sus nombres como bandera, alguna vez conducirá a la victoria.

Edición: 2595


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