Escuelas

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Por Ema Alderete, especial para APe (*)

(APe).- ¿Cuál es la distancia real entre la escuela que tenemos y aquella que soñamos y que se hermana con una práctica educativa liberadora? La presencia de la policía local en la puerta de los establecimientos educativos es un duro golpe, un baño oscuro de una realidad dolorosa. Más aún cuando trasponen las puertas de la escuela y recorren la institución. Caminan los pasillos, toman agua en la cocina y amablemente algunos directivos les permiten pasar al baño. Luego se preguntan: “¿Cómo se lo vamos a negar si están trabajando?”.

Con demasiada angustia en el pecho y con desconcierto comprendo que el miedo hacia la población es aterrador y que el muro entre los adolescentes y los adultos se vuelve cada vez más alto. Parecen no percibir que esa sola presencia ya resulta violenta. Que remite a otros tiempos cuando las fuerzas de seguridad recorrían las escuelas. Empiezo a llamar por teléfono, a buscar explicaciones legales, a preguntar a profesionales de la justicia, a trabajadores sociales, a directivos. Busco saber si la ley permite avasallar de ese modo los derechos de los niños.

Muchos me respondieron que simplemente depende del “buen sentido” de los directivos. Y ese “buen sentido”, que es humano y debe preservar el interés superior del niño, se encuentra cada vez más lejos. Mientras tanto la policía sigue caminando.

Me acuerdo, entonces, de frases que escucho en las jornadas docentes. Frases que nos marcan, relatos que dañan. Que desnudan desprecio:

-“¿Cuándo vamos a dejar de ser un aguantadero?”.
-“Chicas, hay que cuidarse porque podemos terminar como Bernal” (en referencia a Hernán Bernal, un director de escuela que fue asesinado en 2009 en General Rodríguez. Y, según se cree, después de haber denunciado a los dealers de su barrio, intentando proteger a los chicos de su escuela).
-“Estos pibes no vienen aprender”.
-“Decile que no vengan, si vienen a hinchar las pelotas”.
-“Tal vez la presencia policial los tranquiliza un poco”.
-“Lo hacen por el plan”.

No son los grandes intelectuales de la derecha argentina, son docentes, son maestros, son adultos de los que esos niños y niñas, esos adolescentes, esperan quizás, una palabra diferente para hacer frente a una realidad cada vez más violenta. Chicos que, cuando se abre una puerta, vuelcan un dolor parido en esas violencias que los golpean a diario. En la familia, en el barrio, en la vida cotidiana.

Hay, como contraparte, miles de maestros y profesores enseñando desde el amor y el abrazo. Que están a miles de kilómetros de esas salas de profesores que sólo reivindican el miedo a los pibes o los autos 0km. Y que, desde su lugar, combaten el “sentido común” en las escuelas.

(*) Docente de una escuela de la zona oeste del Gran Buenos Aires

Edición: 3042

 


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