Relatos de una Escuela de Utilería (Primera Parte)

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Por Laura Taffetani

A las y los profes de los Bachi* que luchan contra los burócratas

para que el día amanezca distinto para nuestros jóvenes

(APe).- La historia que origina este relato tiene como protagonistas a dos adolescentes que llamaremos Leo y Flor –aunque podrían ser Carlos, María, Ana o Daniel- y transcurre en un lugar que no tiene mucho sentido nombrar porque también podría ser cualquier otro de ésos que la cartografía del hambre no deja de dibujar.

Leo y Flor, de 14 y 13 años, pertenecen a esas generaciones sobrevivientes a la falta de abrazos necesarios, que van “pasando” de grado en grado por la primaria haciendo sapito, como pueden, sin lograr terminar nunca de dominar ese universo de letras y números que los rodea en las batallas interminables que se libran entre las frases que tintinean en los libros escolares y la vida que desaforadamente transita a su alrededor.

Porque a esta altura, todos sabemos bien, que no existe trayecto escolar adecuado a las necesidades de estos niños y niñas que crecieron en familias de miserias y desempleo, aprendiendo a sobrevivir de migajas y a resguardo de amores fugaces en el medio de una descomunal acumulación capitalista para la que sólo representan excedentes.

A lo largo de la historia, grandes pensadores como Foucault, Bourdieu y Passeron, Althusser -entre otros- han analizado en forma minuciosa y demoledora la función reproductora que cumple la sacrosanta institución escolar en las sociedades modernas. Sin embargo, su rol permanece escondido detrás de su delantal blanco neutral, inamovible en nuestro imaginario social.

Es cierto que, desde esos estudios a la actualidad, mucha historia neoliberal ha corrido debajo del puente. La Escuela ya no cumple el rol de garantizar el ejército de reserva para las grandes factorías de un Estado que escondía alguna población excedente bajo la apariencia de la universalidad. Más bien, hoy le toca administrar, como puede, una población en su mayoría excluida del acceso universal a las políticas públicas de antaño, heredera de generaciones sin trabajo, de fábricas cuyas persianas ya nunca volverán abrir, no sólo porque sus bornes están ya oxidados sino porque el nuevo orden mundial ha trocado la producción por un mundo de bienes y servicios, que está claro, sólo necesita una sola clase de ejército y es teledirigido.

Ya con los dos primer año repetidos del secundario de Leo y el sexto de primaria repetido de Flor, con la pesada mochila de cursar obligatoriamente un secundario que no está armado para ser cursado, volvía a comenzar el año escolar sin poder bajarse de esa calesita que sigue girando, sin sortija que sacar y sin poder frenar con el pie.

Hace un mes atrás, una mañana al despertar, Sol nos dijo en el oído que no quería ir a la Escuela donde la habíamos inscripto “porque no quiero repetir”. Sabe que su hermano comenzará por tercera vez su primer año. Y entonces hubo que salir a buscar, una vez más, otra opción, otra oportunidad, porque su determinación de luchar contra la frustración planificada, bien valía la pena.

Sin embargo, cuando logramos encontrar una escuela que parecía ser la que Flor y Leo estaban necesitando -una experiencia piloto en un Bachillerato de Adultos- no hubo forma de que se pudiera sortear el hecho de que no contaran con la edad de fracaso escolar establecido.

Y es que, generalmente, las pocas opciones que existen para estas situaciones han nacido en el marco de las Escuelas para Adultos (sencillamente porque sus programas reconocen una escolaridad tardía y su propuesta está armada para una población que tiene más que ver con las vivencias de estos adolescentes.

En esa búsqueda, muchos niños y niñas y algunos docentes comprometidos, fueron creando espacios en el marco de la Educación de Adultos bajo el manto de la excepción,
para poder cobijarlos y volver a reconciliar la realidad con las aulas escolares.

Pero el sistema advirtió pronto la falla y fue corriendo a remediarla como bien sabe hacer el sistema, en forma de resoluciones, limitando su acceso, poniéndole fecha de elaboración al fracaso escolar en los 16 años, para que no se vean, para que no se afecten las vacantes de otras ramas del circuito escolar y se generen estadísticas que pongan en discusión calidades educativas.

Obviamente que los motivos aducidos para la rotunda negativa fueron otros. Hubo uno en especial que me llamó poderosamente la atención: en la escuela de adultos no le podrían entregar el título a un niño o niña que no hubiera cumplido sus 18 años. Es decir, que un niño o niña a los 16 años puede votar a sus gobernantes o reconocer un hijo pero no puede recibir un título secundario de una Escuela de Adultos. Curiosidades de la época.

Debo, en rigor de verdad, reconocer también que mucho se ha escrito sobre la Convención de los Derechos del Niño. Ese maravilloso instrumento que nos invita a abordar el desafío de derribar nuestra omnipotencia de convertirnos en guía devaluada de destinos trazados por otros, para imaginar uno nuevo con cada niño o niña en las que nos toca la inmensa responsabilidad de compartir arboledas. En palabras de la Convención: “Interés Superior del Niño”.

Aquellos que consideran un verdadero triunfo que la Convención de los Derechos del Niño haya sido incorporada en la Constitución Nacional en el 94 y festejan estruendosamente un supuesto cambio de paradigma, sepan con certeza que tenemos pruebas fehacientes que en el sistema educativo, como en otros ámbitos a decir verdad, ello no ha sucedido.

Parece ser que, para los directivos e inspectores del sistema educativo, el único lugar donde tiene aplicación la Convención es en las palabras huecas recitadas por funcionarios de turno o en afiches con collages de infancias recortadas de revistas que cuelgan de las paredes de los establecimientos escolares cada 20 de Noviembre.

Porque cada vez que de ellos brota en su boca la remanida frase “lo dice la reglamentación” muere ese principio tan humano, tan esencial, tan constitucional que llamamos interés superior del niño. Los abogados llamaríamos a esto “el síndrome de la pirámide invertida”, ya que para ellos la constitución nacional debe irremediablemente adaptarse a sus reglamentos y no a la inversa como claramente plantea nuestro ordenamiento jurídico.

Lo que más asusta de todo esto, en realidad, no son los directivos e inspectores, guardianes celosos de un sistema que saben injusto; lo que más asusta de todo esto, es que lo aceptemos y hayamos dejado de pelear.

*Bachilleratos Populares: Experiencias de educación alternativa para adultos que crecieron en estas últimas décadas en Argentina.

Edición: 3129


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