A juicio por una propina

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Por Claudia Rafael

(APe).- “Hurto en grado de tentativa”, es la definición grandilocuente de los jueces. Eran 56 pesos que estaban ahí, sobre la mesa, bajo la forma de propina para los mozos. Ver billete tras billete al alcance de la mano cuando el estómago cruje es un canto de sirena seductor. Bastó tomarlos y guardarlos en el bolsillo. La velocidad con que el encargado del restaurante del paquete barrio de la Recoleta marcó el 911 sólo se equipara a la del patrullero que los capturó. Los engranajes del Poder Judicial están prontos a reaccionar velozmente ante los excluidos sociales mientras se distraen cómplicemente ante el lujo y la alfombra roja que produce -en un gesto mínimo de un segundo, un click en la computadora, una firma rápida- millones de desocupados, olvidados, arrinconados en el ancho universo de la marginación. La Sala V de la Cámara del Crimen de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires los puso ahora al bordel del juicio oral.

Elías Neuman decía que “el excluido social está comparativamente por debajo del esclavo en la historia de la humanidad. Desde la polis griega, en todos los sistemas sociopolíticos, ha habido esclavos. Pero, en todos ellos, el esclavo tenía trabajo, un dueño o un empleador que se ocupaba de él porque, obviamente, era un eslabón de la cadena productiva. El excluido social no tiene nada de eso. No tiene trabajo. Vive con su autoestima destruida. Ni hablar de la estima familiar y social. Ha perdido su identidad y es el desaparecido en la democracia”.

Está condenado –más allá de lo que definan los jueces Ricardo Pinto y Mirta López González en la causa por la sustracción de una propina- a mirar extasiado las tortas, los dulces, los sandwiches o pizzas con la ñata contra el vidrio. Ese abanico de riquezas que le son ajenos. Que resultan legalmente inalcanzables para sus manos porque sólo les está permitido el deleite visual. Como diría Galeano la ley de la realidad es la ley del poder. Para ellos, para los excluidos sociales que son menos que un esclavo, no hay otra cura ni destino que el plomo o el encierro como mecánicas de autoregulación y control.

Las leyes son pergeñadas cuidadosamente por los hacedores del gran pacto. Todo es lícito para quienes caminan las pasarelas del poder que diseña fríamente los destinos de los obedientes. Un destino hecho de propinas birladas, un trozo de pan, una migaja, una porción de pizza olvidada en una bolsa semiabierta sobre la vereda. El hambre es la violencia más perversa. Despoja a la vida hasta devenirla sobrevida. Talla los huesos a la medida de la penuria que avanza. Ensombrece. Desgasta. Arrincona. Y obliga a declinar el coeficiente de ternura, ese insumo básico para abrazar y reconocerse en los ojos del otro hasta ser colectivo que haga trizas el gran pacto.

Pintura: Justicia ciega, Ernest Descals

Edición: 3264


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