Las dos balas en la espalda de Lucas

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Por Claudia Rafael

(APe).- El cura Mariano Oberlín se pregunta si la vida tiene sentido. No es azaroso el interrogante. ¿Acaso algo tiene sentido cada vez que las maquinarias de la perversidad se encienden y devoran uno tras otro a pibes estragados por el sistema? Lucas Ruschi tenía 14 años. Cordobés. De barrio pobre. Donde suelen vivir los pibes tatuados por el olvido. Lucas murió de un balazo policial en el barrio Müller, en la capital cordobesa, donde el cura batallaba desde hacía años contra los mercaderes de la muerte. Y no fue cualquier bala la que atravesó a Lucas hasta desangrarlo. Fue la del arma del policía que custodiaba desde hacía meses al sacerdote por las amenazas que recibía en su “trabajo infatigable por intentar cambiar al menos una puntita de un sistema que está podrido desde la raíz”.

Pero a Lucas lo mataron por la espalda. Con el sol que todavía a las seis y media de la tarde dibuja soles y claridad. Uno, dos tiros. A 60 ó 70 metros de distancia, dijo el abogado de la familia de Lucas, que denuncia gatillo fácil. Y habla de un arma plantada en la escena. Viejo vicio del brazo armado del estado.

Un cura al que más de una vez pibes cooptados como soldaditos le gritaron por la calle “hay cinco mil pesos para el que lo mate al cura”, “andá che cura vigilante”, “dejá de batir la cana che culiado”.

El sistema es cruel. Destila perversidad. Nada es lineal. Por eso mismo, en la complejidad más absoluta de un modelo pergeñado para vulnerar, “atribuir los crímenes a los narcos contribuye a despolitizar el debate y desviar el núcleo central que revelan los terribles hechos: la alianza entre la élite económica y el poder militar-estatal para aplastar las resistencias populares”. Así lo definió el uruguayo Raúl Zibecchi que también afirma que los líderes del narcotráfico tienen “exactamente los mismos intereses que el sector más concentrado de la burguesía, con la que se mimetiza, que consiste en destruir el tejido social, para hacer imposible e inviable la organización popular”.

Mariano Oberlín tiene 43 años y es sacerdote. Trabaja con los pibes de los sectores cordobeses más destrozados por las miserias del capitalismo. Cuando Oberlín tenía apenas dos, su papá, Héctor Oberlín fue secuestrado por el Comando Libertadores de América el 8 de enero de 1976. El último destino en el que se lo vio fue el centro clandestino La Ribera. En la misma zona en la que desde hace algunos años su hijo Mariano construyó su espacio de resistencia y lucha contra los depredadores de utopías y en la defensa de las madres que luchan contra el paco.

Es en la megacausa por los crímenes de La Perla donde se trató de desentrañar los últimos destellos de historia de Héctor Oberlín. El mismo centro clandestino en el que se la vio a María de las Mercedes Gómez, secuestrada el 21 de marzo de 1975, con un embarazo de siete meses. María de las Mercedes era la esposa de Carlos Orzaocoa, hoy abogado de la familia de Lucas en la causa por su crimen en manos del custodio del cura Oberlín.

“Nunca hubiese podido pensar que la bala que desde hace unas semanas imaginaba que iba a impactar contra mi cabeza, podría terminar en la cabeza de un chico de catorce años.

Si pudiera cambiar mi vida por la de este chico, juro que la cambiaría. Pero aunque yo muera, él no va a revivir”, escribió el sacerdote cordobés por estos días.

Es un círculo pertinaz y violento. “Nosotros rescatamos uno y caen diez”, decía Oberlín un mes antes cuando murió uno de tantos pibes de la zona. En mayo, cuando se ahorcó otro de apenas 17, él escribió “yo suelo soñar mucho. Muchas veces. Muchas cosas. Mucho tiempo. Y me gusta mucho soñar. Y a veces sueño que sería hermoso crear sueños. Que sería hermoso provocar sueños. Que sería hermoso que todos los Brian pudieran soñar”.

La gran ironía ocurrió hace apenas un manojo de días cuando su propio custodio disparó a matar contra Lucas y lo hundió en los océanos tempestuosos de la no vida.

Es ésta la geografía más pura del espanto. La sociedad perfecta entre los profetas de la inequidad y la sentencia de muerte definitiva de la condición humana.

Un mundo se derrumba y otro se yergue, escribía Huidobro. Sólo se trata de elegir a cuál de los dos destinamos la vida.

Edición: 3304


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