Rafael Nahuel y la civilización devastadora

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Por Claudia Rafael

(APe).- La muerte violenta de Rafael Nahuel se inscribe en un contexto medular que sigue consolidando aquello que José Martí supo llamar la civilización devastadora. Mientras las pericias desnudan que el plomo que ingresó en el cuerpo del joven de 22 años entró por el glúteo izquierdo y lo recorrió hasta quedar anclado en la axila derecha, retumban las palabras de la vicepresidenta de la Nación cuando afirmó que “el beneficio de la duda siempre lo tiene que tener la fuerza de seguridad”. Hay una construcción discursiva que confluye hacia el mismo horizonte. Patricia Bullrich advierte que “seguramente” los mapuche que huían de las balas 9 milímetros de la prefectura tuvieron tiempo de engañar a la justicia y a las fuerzas de seguridad y escondieron todas las pruebas. Porque –dijo la securitaria ministra- portaban “armas de grueso calibre”. Denominación que seguramente aludiera a las piedras de mayor o menor tamaño de una gomera, que eran su poderoso armamento.

Ni Michetti ni Bullrich son voces aisladas instaladas en un escalón superior de la pirámide del poder. Sin embargo, ciertas miradas confundidas apuntan sus dardos contra personajes puntuales, piden una u otra renuncia, ubican responsabilidades en una adicción o en un hábito (¿acaso importa?) olvidando que el Estado no es otra cosa que la supremacía de una clase social por sobre otra. Y que opera con la condescendencia y el aval de una sociedad que compra con enorme facilidad categorías que fragmentan, que expulsan, que adjetivan, que matan. Como diría Serrat la gente va muy bien en cualquier acto público para llenar la cancha y hacer la ola. La gente va muy bien para ilustrar catálogos, para consumir mitos… para formar ejércitos y para dar ambiente.

Acaso es en estos contextos que hay que regresar a aquellas viejas definiciones de Sarmiento cuando escribía que “las razas fuertes exterminan a los débiles, los pueblos civilizados suplantan en la posesión de la tierra a los salvajes, esto es providencial y útil, sublime y grande”. Y, entonces, es imprescindible recuperar la idea –que tantas veces se olvida- de que la vara de medición está puesta en los números. No sólo en las palabras que estructuran líneas de pensamiento. Y bucear en la historia para recordar que entre 1876 y 1903 el Estado argentino traspasó más de 42 millones de hectáreas a unas 1800 manos, flamantes dueñas de la tierra. Es la matemática la que muchas veces permite guiar el pensamiento. Y facilita comprender los porqué de ciertos movimientos represivos que esconden tras las balas negociados inmobiliarios. En las grandes urbes, se tratará de enajenar terrenos de los privatizados ferrocarriles o ganados por villas que fueron creciendo merced a una pobreza arrasadora para la construcción de islas inmobiliarias de lujo. En los territorios rurales, se tratará de seguir cediendo mapas a empresarios extranjeros o con dni nacional para continuar fogoneando un modelo económico cultural con eje en la minería, el petróleo o la agricultura.

Rafael Nahuel era un pibe pobre, de un apellido mapuche que alude a la felinidad, joven y oscuro como tantos otros jóvenes morochos, perseguidos, sobrevivientes a la fuerza en territorios que asemejan a las cárceles de cielo abierto. Esas en las que se cae como fruta madura pero de las que no se sale tengan o no rejas. Las villas miseria de los conurbanos argentinos, las favelas brasileñas, los cantegriles uruguayos o las callampas chilenas. Rafael Nahuel vivía en la Bariloche que a los ojos de los poderosos, de los turistas internacionales, de las estudiantinas que preparan egresos, es la tierra de las nieves en donde se tiene pasaporte a la belleza y la diversión. Una Bariloche que esconde a los ojos del mundo las postales de la pobreza. En esos territorios altos en los que rige el apartheid y en los que se resiste a los fríos y a la miseria como se pueda.

La bala fatal en el cuerpo joven de Rafael Nahuel hace volver los ojos una vez más sobre el pueblo mapuche. Olvidado como han sido siempre los pueblos del origen, desde los tiempos en que el único destino era la servidumbre, el despojo identitario o la muerte.
La desaparición y la muerte consabida de Santiago Maldonado reinstaló ante los ojos sociales de las urbes y ante el poder político y económico el nombre del pueblo mapuche. Santiago podrá o no haber sido asesinado directamente pero sí indirectamente ya que su muerte ocurrió en un contexto fuertemente represivo y no durante un virginal paseo por tierras paradisíacas. Y se reforzó con la fuerza de una ametralladora MP5 que descargó sobre Rafael Nahuel, de espaldas, huyendo, semiagachado, en la zona de Villa Mascardi. Aunque para los discursos del poder y de los medios de caricatura periodística se trate de una muerte en enfrentamiento. Un eufemismo demasiado utilizado a lo largo de la historia argentina. Luciana Mignoli y María Silvia Biancardi recorren en “Prensa En Conflicto. De la Guerra contra el Paraguay a la Masacre de Puente Pueyrredón”, algunos de esos momentos históricos en que se lo usó.

Cuando en 1878 “el teniente Rudecindo Roca (hermano de Julio Argentino) atacó a traición y fusiló a un grupo perteneciente al pueblo ranquel en la ciudad de Villa Mercedes, San Luis”, diarios como La Nación y El Pueblo Libre, de Córdoba refirieron que habían muerto en un “enfrentamiento”. O cuando en 1955, tras el bombardeo a Plaza de Mayo, Clarín y La Nación, “presentaron los hechos como el resultado de ´un enfrentamiento entre bandos´”. Y, sin ir tan lejos en la historia, cuando durante la masacre de la estación Avellaneda, los mismos diarios adjetivaron diciendo que se trató de “un enfrentamiento”, “una batalla campal”, “disputas internas entre las organizaciones de piqueteros”.

La vida trunca de Rafael Nahuel y su muerte temprana se inscriben en un símbolo de potencia feroz. La búsqueda de recuperación de un trocito de territorio por parte de la comunidad Lafken Winkul Mapu para apelar a la fuerza de las montañas, el lago, las plantas, el olor de la tierra camino a erigir una machi, una autoridad sanadora mapuche, tras más de cien años de no contar con ninguna. Desde los tiempos mismos de la masacre autodenominada civilizatoria.

La avanzada represora que mutila, que desangra, que borra vidas del planeta no es una invención macrista. Pero hay momentos de la historia en que asume formatos de mayor profundidad y perversidad. Que despliega su fuerza para sofocar cuanta semilla de rebeldía asome desde el fondo mismo de la tierra. Porque en definitiva, como escribió alguna vez Alberto Morlachetti, nadie puede saber en realidad cuánto duran los años de la muerte. Y hay un enemigo que no ha cesado de vencer.

Edición: 3498


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