El SOEME y el pasto con los dientes

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Por Silvana Melo

(APe).- La caída de Marcelo Balcedo es equiparable a la del López que arrojaba bolsones con dólares por sobre los muros de un convento. El secretario general del SOEME –un sindicato menor que eventualmente defiende a porteros y empleados de los institutos carcelarios de niños- tenía un arsenal, medio millón de dólares y 14 autos de alta gama en Uruguay. Son fotos del espíritu berreta de las instituciones. Que las vacían de sentido y las exhiben como desechos.

Hace tiempo ya que gran parte del sindicalismo está agrietado por una crisis de representatividad que abandona a los desocupados, a los trabajadores no registrados, a los cesanteados, a los contratados, a los ocasionales. Es decir, a las mayorías. Hace tiempo que los secretarios generales se transformaron en gerentes. Cuando el poder político los necesitó para legitimar el saqueo y los puso al frente de las empresas exoneradas del estado.

El proceso de desempoderamiento sistemático de los sometidos a la intemperie, de quienes desembarcan en la vida con la fatalidad irreversible de un destino y de quienes la abandonan como muestra de esa fatalidad, lima todos los días cualquier posibilidad de crear sentido transformador en el crecimiento de las infancias. Las instituciones, legitimadas por un aval aluvional de votos, la herramienta más directa de las democracias, se quitan las pieles de cordero, exhiben al lobo sin máscara y ponen sobre la parrilla sacrificial a aquellos de los que se alimentarán cada día: preferentemente, los chicos y los viejos.

Todo atisbo de protección y defensa viene siendo destruido desde hace décadas, cuando el sindicalismo no sólo protegió el paternalismo de clase de la derecha sino que, además, se volvió empresario para explotar a sus propios afiliados.
Los niños son, además de un grupo social fuera de agenda y de descarte por su improductividad, los espectadores de una caída que los hará protagonistas a la hora de asumir su entrada al mercado laboral. Seguramente por la puerta de atrás, invisibilizados, en negro, no sindicalizados, olvidados y a la buena de dios y de Dios.

Balcedo, como López, tiene el poder destructor de la caricatura. No sólo heredó de su padre el SOEME –la democracia en los gremios es un dibujo aun más perfecto que el de las alternancias del capitalismo serio argentino- sino que comandaba una patota que apretaba a otros gremios para apropiarse de sus afiliados (método que permitió, entre otras franquicias, el crecimiento exponencial de la cofradía de los Moyanos), tenía (o tiene) contactos como cabeza de hierro de la banda narco Los Monos y es propietario familiar de medios de comunicación como el diario Hoy de La Plata. El medio más maltratador de trabajadores de la capital bonaerense. Entre otras cosas.

Por supuesto que Balcedo es un bueno para nada que pudo aprovechar la prosapia familiar. No como la desafortunada hija del Momo Venegas, que lloró públicamente porque los testaferros de su padre se quedaron con nuestra plata. Es decir, con la plata del sindicato que afilia tareferos y peones rurales. Explotados ancestrales, esclavizados, con salarios que deben gastar en los supermercados de sus propios patrones. Venegas tuvo la habilidad de hacer una fortuna personal como cabeza de un gremio de afiliados paupérrimos. Pero sus testaferros fueron excelentes alumnos.

Venegas era el sindicalista que a Macri le gustaba para la mesita de luz.

A Pata Medina, Caballo Suárez y Marcelo Balcedo los utiliza para negociar con el resto –la mayoría tiene manos y pantalones sucios que esconder y algunos hasta cadáveres en el placard- una reforma laboral que erosionará conquistas. Y que la CGT terminará avalando para que los grandes, los que forman parte del poder oculto desde siempre, no se incomoden. Los que supuestamente representan a trabajadores asolados por la precariedad, los que fueron inteligencia durante la dictadura, los que se miran en Pedraza –encarcelado a la salida de su piso en Puerto Madero por el crimen de Mariano Ferreyra- o Zanola –procesado por distribuir a través de la obra social bancaria medicamentos apócrifos-, los que amenazan con huelgas para que el poder les abroche sus asuntos personales.

Para poder sentarse a negociar durante décadas. Toda una vida en el centro de un reinado sin tronos para destronar ni amenazas destituyentes. En nombre de una masa de afiliados sin nombre ni rostro, fichas en sus manos, para recambio u olvido.

Mientras las caricaturas de Medina, Balcedo o Suárez pasarán por pantallas y primeras planas dejando su huella de miserias, los niños irán creciendo con padres sin alas, con la esperanza alambrada y la victoria lejana a sus costas. A ellos mismos se les acortan los cielos. Aunque intuyan que el fuego transformador está en su garganta, alerta para resistir cuando lleguen los bomberos sistémicos que apagan todos los incendios.

Balcedo, esa última herramienta de presión, sabe que su zona de confort fue detonada. Con una mano sostiene la tapa negra de Hoy llorando un ataque a la libertad de expresión. Con otra, la estructura de los Institutos de Menores, cárceles para niños, centros de tortura. Donde los propios trabajadores los legitiman con presencia y método. Esos donde desembarcó Alberto Morlachetti –en su fugaz y arrollador paso por la Provincia- para cerrarlos a todos de un portazo.

Después de ver a los chicos obligados a arrancar el pasto con los dientes.

Edición: 3531

 


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