Negro Cáceres: la villa, la gloria, la sangre y el amor

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Por Claudia Rafael

(APe).- La villa le dejó la huella de la historia en las costuras de su cuerpo. Primero, la Santa Rita, de Boulogne. Después, la Carlos Gardel, de El Palomar, allí donde desde los cinco años gambeteó una pelota que más tarde lo depositó en Independiente, River, Boca, el Valencia o el Real Zaragoza. Y lo hizo defensa central en la Selección. Fernando “el Negro” Cáceres tiene 49 años y desde hace ocho le pelea a la vida desde una silla de ruedas. Sabe que la historia le forjó un destino que podría haber sido otro. Mucho antes de esa silla. Mucho antes de los esfuerzos de este presente de ponerse en pie y ordenarle a su cerebro que entienda que caminar le es posible. Fernando sabe bien que podría haber tenido destino de residuo olvidado, de gangster indigente de narinas destrozadas.

Que podría haber sido él el que le disparó los balazos que le volaron un ojo y le fracturaron la base del cráneo. Y por eso tal vez o quizás porque su suerte fue otra y la Ramona, la vieja que aún hoy le soporta el fanatismo futbolero, y Juan –su viejo cocinero de camioneros de Lobos, el que cuando murió le implicó dejar de creer en dios- le marcaron los días para construirse otro. Entonces hizo lo que juega contra la corriente de los manoduristas que sólo desean las rejas y la muerte si es posible. Y puso en marcha un club de fútbol porque –dijo a APe- la cancha forja colectivos, “los pibes hacen amigos, hacen grupo y da sueños”. Un club de 250 chicos que corren, patean, saltan, ríen, defienden o atacan pero dentro de una cancha.

En ningún momento de toda la entrevista con esta agencia de noticias, Fernando Cáceres habla de “asalto”, “pichones de asesinos” ni se ubica en el lugar de la víctima. Describe aquel día de noviembre de 2009 en que cuatro pibes lo enfrentaron con fierros en la mano como el día del “accidente”. Y tiene la certeza de que la madre de esas historias es la falta de recursos que existen en un país que derrama alimentos y voluntades pero que no se vuelcan en los pibes de los márgenes.

“La inseguridad no es responsabilidad de los chicos”, dice. Y por eso “yo nunca culpabilicé a los chicos. Porque creo que se equivocaron, que cometieron un error, que quién sabe en el tiempo qué va a significar para ellos. Sí por ahí eché la culpa al entorno que tienen en una vida que no les ofrece otra cosa para hacer. Y yo no puedo luchar contra el pensamiento de los demás. Mi pensamiento es otro. Las reacciones que tenemos las personas no son las mismas. Yo no quiero buscar culpables. Ni me interesa la mano dura. Me interesa sí ayudar para que los chicos tengan una salida en la que vean que la vida no es sólo lo malo. Que hay cosas buenas también. Y por eso elegí hacerlo a través del fútbol. Porque si a mí me fue bien en la vida fue por el fútbol”.

Su piel morocha y el cabello renegrido son parte de esa estampa que supo de aplausos y cantitos que lo hacían feliz. Y también recuerda con una sonrisa los días, en la villa Carlos Gardel, en que “uno jugaba en la calle con figuritas que hoy ni existen. Y las cambiabas con los otros pibes e ibas armando grupo. Ya no hay de eso. Yo tuve la suerte de vivir en la Gardel como un chico con enorme libertad y con mucha alegría por tener amigos que hoy conservo”. Después de todo, fue una docena de años la que vivió allí, donde iba al colegio y sabía de rabonas. “Porque uno muchas veces quería más jugar al fútbol que estar en la escuela escribiendo. Pero no por eso uno sale burro, ¿eh? Era un poco de una cosa, un poco de la otra. Y después de haber pasado todo lo que yo pasé y viví dentro del fútbol estoy orgulloso de haber salido de la Gardel. Saludo a la gente como si los años no hubiesen pasado. Y ellos me recuerdan también a mí”. Se dice “buena gente” y por eso –siente- no olvida.

Y repite una y otra vez que “no se usan recursos en un país tan grande, con tantas posibilidades, para que los chicos busquen otra alternativa. Yo trabajo con ellos desde el fútbol. Pero no es lo único que tiene que existir en un país para que los chicos tengan alternativas de ver buenas cosas. Tiene que haber muchísimo más. Tiene que salir de todos lados. Tienen que destinarse recursos para que los pibes puedan crecer de otra manera. Para que entiendan que el laburo es otra cosa y no lo que piensan ellos”.

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No se trata de compasión en el sentido naturalizado de la palabra sino compasión en su sentido más profundo y etimológico: padecer junto al otro. Que no es más que comprender que ser y estar en la calle deriva –cuando se vive en la soledad más honda y olvidada- en un desamparo que no ofrece salida.

En 1929, Roberto Arlt, aquel incomprendido expulsado “por inútil” de escuelas varias escribió que creía que “jamás será superado el feroz servilismo y la inexorable crueldad de los hombres de este siglo. Creo que a nosotros nos ha tocado la horrible misión de asistir al crepúsculo de la piedad, y que no nos queda otro remedio que escribir desechos de pena”.

Pero también comprender y vivenciar que hay otro que, en alguna parte, espera para redescubrirse y abrirse a la vida. En la cancha, con una gambeta o un tiro de chilena; en la imprenta, con la tinta enchastrando las yemas de los dedos; en la cuadra de una panadería, amasando la harina de los días. Con un adulto que se aleja del centro para hacer eje en la construcción de identidad de las infancias para amalgamar colectivo amoroso.

Edición: 3555


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