Disparar al excedente

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Por Silvana Melo

(APe).- Un adolescente acribillado en el auto que intentaba robar. Tenía un arma de plástico. Las balas de la novia del policía aeroportuario eran reales. El chico, que ni siquiera muerto tuvo nombre, tenía cuatro agujeros rojos en el cuerpo. El auto, ocho. Fue en Monte Grande. Operarios de AySA confundidos con delincuentes por un policía sin uniforme. Iban en un auto gris, a jugar al fútbol. El policía buscaba ladrones en un auto gris. El derecho a gatillar a impulso, legitimado por el flamante paradigma, lo hará disparar contra cualquier vehículo gris. Fue en Wilde. La vida pasa a ser un disvalor, relegada frente al supervalor de la seguridad, ancho territorio que excusa las extensas formas de la muerte.

Disparan y dispararán, ciegos por el beneplácito hacia esa muerte del remanente. Serenos por la seguridad del gatillo impune.

Las nuevas doctrinas limitan a la justicia y reformulan la calle como arena sin ley. Se muere con muerte anónima, sin nombre, como el chico de 16 dentro del auto al que ni siquiera pudo arrancar. Ocho veces disparó el policía aeroportuario el arma de la novia policía aeroportuaria.

Con el gatillo avalado, la muerte camina por las esquinas, se esconde en las ochavas, acecha entre las sombras. Hay balas dentro de las armas, hay decisión de dispararlas. Hay complacencia generalizada, hay pasaporte seguro a la muerte con respaldo. Al crimen con premio. Como pena de hecho, sin juicio ni defensa.

Las siluetas del descarte caen, sin empatía del otro, con la naturalidad ganada a la indiferencia social. Se mata con la sencillez del asesino. Con la propiedad del permiso del estado. Y bajo la orden del estado.

El estado regidor de la voluntad colectiva: que puede acotar la irracionalidad con vestido de tolerancia cuando legisla ampliaciones de derechos. O puede abrir las puertas a los hombres para que sean lobos de otros hombres. Y salgan a cazar excedentes, o aquello que confundan con excedentes.

El estado que cambia los paradigmas de la vida y de la muerte. El que define la duda como beneficio para los que monopolizan su brazo armado para conceder la vida o propinar la muerte. El mismo estado, con su máscara política de circunstancia, dispone la agenda de debate en la despenalización de la interrupción del embarazo. Y embarca a quien se embarque en la estéril discusión sobre la defensa de una vida de doce semanas de gestación. Mientras las otras vidas, las de niños y jóvenes remanentes, caen en los basurales sociales con el desprecio militarizado de los tiempos.

Solos, castigados por origen, muertos en serie. Eliminados con balas, veneno y hambre. Parias de una higiene que no los incluye. De un mundo que los barre a la periferia. Donde la vida se ve desde afuera. Desde lejos. Apenas y a penas.

Edición: 3561

 

 


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