Villa 31: infancias olvidadas con nombre propio

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Por Soledad Bavio (*)

(APe).- “Mi vecina ‘La Tocha’ decía que no llegaba a los 20”, recuerda “El Negro Angel” a tres días de cumplir 35. El sabe que la vida le dio una segunda oportunidad, que el Hogar Cristo Mujica de los curitas villeros le salvó la vida. No se victimiza. Es amigo de sus amigos pese a todo. Conoce el miedo porque a veces le toca a uno, pero antes le dolió a otro. Se perdona todos los días y está convencido que perdió “como en la guerra”.

Mira todo desde el cuarto piso en el corazón de la Villa 31 de Retiro después de una jornada donde la realidad le pega fuerte en la cara y el día no termina. Es temprano pero aún resta pasar por el hospital. Allí un chico espera por alguien. “Yo la vivo, veo la realidad todos los días”. Los chicos en consumo rondan por las callecitas del barrio donde abunda la patria latinoamericana. “Esta es una Villa muy grosa. Tiene mucha cultura, hay peruanos, bolivianos, paraguayos”, dice orgulloso. “Yo soy de acá”. Sin embargo, por momentos, la supervivencia se torna incontrolable. Los sonidos de las balas se escuchan a rabiar entre la naturalidad de los hechos y la identidad de la Villa.

El relato va corriendo en el tiempo. Cuando tenía 12 comenzó a consumir y estuvo enredando en vagas circunstancias hasta hace 7 años. Ahora se lo disfruta feliz porque “yo la saqué re barata. Parece que mi condena es esta. Ayudar al prójimo papá”, dice entre risas permitiendo que los recuerdos salgan a la superficie. “Soy un pibe más de barrio. Mi vieja me tuvo a los 14. Nos criamos con todas estas cosas, no porque nadie nos obligó. Mitad de familia ‘tranca’, mitad delincuente, pero criado bien. Arrancás con el faso, coca, cigarrillos, la droga era accesible. No te la vendía cualquiera. Nosotros porque le sacábamos a mi viejo, a mi tío”.

En una hora resume su vida y con una gran lucidez trae al presente una imagen congelada, que no quedó en el pasado. “Hace siete años yo estaba en un espacio publicitario. Mucho tiempo de consumo. Hundido en lo que es la vida loca, vivía la vida al revés. Los condimentos básicos para la perfección: delincuencia, falopa y alcohol, también privado de la libertad. Perdimos como en la guerra pero, en aquella época pensábamos que éramos piolas.” Angel se acuerda de todo y cada momento parece no querer morir en su memoria. Está firme en su lema: “algunos siguen con su vida. El que cambia es uno, tampoco voy a estar explicándola”.

Sin reclamos

No se queja del ahora ni menos del antes. Tuvo “una vida de clandestinidad e impunidad. Soy un afortunado. No merezco esta vida”. Se ríe y esboza. “Hablo y parezco un superhéroe pero hubo dolor, tristeza, pérdida, muerte, sangre. Tengo muchos amigos muertos, condenados”. Esa vida “te da miedo, pero la aceptás. Hoy me toca a mí pero antes llevo a cinco conmigo”. Sin embargo, a cada segundo se pone en los zapatos del que sufrió su daño. “Tengo el sótano lleno, el sótano es la conciencia. Está re saturada, pero sólo Dios sabe por qué me tiene acá”.

La comparación con pibes y pibas de la Villa a quienes acompaña ahora se hace inevitable aunque reconoce que “nosotros no pedimos ayuda jamás, éramos re soberbios. Fuimos gente jodida. Hablo como si fuera la persona de otro pero se trata de mí. A mí nadie me la contó. Yo por más que no curta tengo mi gente, comparto con todos. Son todos delincuentes y yo era, pero ahora soy ‘retirado’. Me crié con ellos y me gusta compartir”. Ya no necesita demostrar nada para encajar.

La historia de este pibe “de dos metros, negro, grandote y con el pelo largo” podría asumirse como la de un cuerpo violentado más del mundo capitalista. Pero no. “Yo a nadie culpo. ¿Cómo voy a culpar? ¿Al sistema?” se pregunta entre risas pero “qué se yo. Me hago cargo y lo hago a pulmón”. Fin de la teoría. Principio de su percepción personal porque “hay cosas que hacés, porque la vida te llevó a esto”.

“El trabajo más complicado acá es el perdón a uno mismo” y tras varios segundos en silencio lanzó: “yo me tengo que perdonar todos los días. Cuando te cae la ficha” de que todo pasó con la velocidad de un rayo, uno ya se ve “luchando la vida de todos los días”. El protagonista de este cuento donde “la realidad supera a la ficción, logró insertarse “en la sociedad” para llevar una “vida digna” que simplemente es “espectacular. Me encanta”, confiesa. En la Villa 31 “hay un centro barrial desde hace 7 u 8 años de los curas villeros”. Cuando comenzó la tarea de ayudar a chicos y chicas a la deriva, “arrancamos de cero con un par de locos. Hay grupo de autoayuda, taller de deportes y carpintería. Hay cosas para distraerlos. Está muy bueno. Los pibes lo aprovechan. Esto creció y acá estamos”.

Sin embargo, la parte que pega más fuerte al alma es que “todos tienen familia, pero la mayoría están aislados. Hay de todas las edades. Ahora hicimos un lugar ‘Madre Teresa’ para chiquitos de 18 para abajo. Porque la falopa, el paco y la delincuencia, acá abunda”. Esa soledad en la que se ven inmersos muchos, encuentra un pequeño alojamiento en el centro. “Acá un abrazo ya es mucho. El Hogar tiene eso, familia. Porque la gente cambia” y hace falta quien espere por otro sin indagar por qué.

“Días movidos”

Con un dejo de conocimiento y resignación, Angel, una vez más aclara que “estos días fueron muy movidos. Es muy cruda la situación en el barrio. Lo que hacemos es un granito de arena pero sumamos, porque los pibes pasan una situación de mierda. Es muy hermoso esto. Es nuestra casa. Somos un par de locos, somos ‘delincuentes jubilados’, nos tendrían que pagar pensión por años aportados” reitera “El Negro” al que no le faltan palabras para definir las cosas, ni sentido del humor. “Nos salvó la vida el espacio. Estamos en deuda. Nos ponemos en lugar de los pibes, porque tenemos la suerte de estar vivos y libres ante todo”.

Se observa a sí mismo y a los adolescentes porque pese a que “hay psicólogos y psiquiatras, nosotros mismos acompañamos. Cuando caen en cana, para acompañar adentro y sostener afuera”. Con su cabeza recorre los espacios y dice “veo los pibes, pero cantidad… con el frío, los levantás y no se quieren ir”. Incluso “tenemos algunos en la Ex Casa Cuna”. Vuelve sobre el tema y dice “ellos son más personas que yo. Algunos por el paco no roban, sino cirujean y revisan la basura para la moneda para su falopa, sin dañar a nadie. Son gente más digna”. La policía, los pibes, los narcos. “Es todos contra todos”.

Cuando llegan al Hogar “primero no se les dice nada. Se los recibe, se los acompaña” aunque por ahí un “’dale loquito’ que se puede, porque se puede” lanza de su boca este hombre que jugó a los dados de nuevo, pero ahora para quedarse. “Hay pibes tirados, muertos y no los levantan. A uno le dieron nueve tiros y murió hace un rato. Al otro cuatro, al otro tres. Por todos los rincones hay”.

“Lamentablemente conozco a todos o todos me conocen a mí. Soy neutral, no estoy con nadie. Y tenés que ser así porque si te pones a luchar, si te pinta el superhéroe... Mejor acompañar. Somos todos son humanos”, detalla sin rencor. Angel, el tipo que terminó la escuela durante su adultez, afirma que “tengo proyectos buenos, antes fueron malos aunque por más que pasen los años, las propuestas siempre caen”.

El sol está cayendo y faltan horas para el fin del día, durante las cuales este autodenominado amigo del Obispo Gustavo Carrara, va a agarrar su moto y cumplir con la misión de asistir a un pibe en el Hospital. Después irá derecho al Bajo Flores, pero preparado para que cuando se ponga “heavy” el panorama, pueda decir ‘me voy’. Que por una vez en la vida, la palabra “no” sea sinónimo de elección. De continuar con esta tarea que vaya a saber quién le encomendó. De buscar pibes, rescatarlos, esperarlos con un abrazo, y sin victimizarse ni hacerse el superhéroe, decirles que es posible salir, que los curitas villeros siguen acunando vidas y que “Angel y un par de locos” los aguardan en la puerta del Hogar.

(*) Soledad Bavio recibió mención especial en el Concurso de Crónicas “Alberto Morlachetti” 2018.

Edición: 3607


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