Extirpar las escuelas, arrancar a los niños

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Por Silvana Melo
  (APe).- La reacción pública del poder rural ante la decisión del Tribunal Supremo de Entre Ríos ubica en el centro de la hostilidad a la infancia campesina. Aquella que no tiene otra herramienta para acceder a la educación que la escuelita establecida en el medio de la nada, con tres alumnos y maestra todo terreno, rodeada de sembrados de aquí al horizonte. Y agredida por los nubarrones de venenos con los que el modelo productivo cultiva alimentos modificados en su génesis y con un aderezo tóxico que más temprano que tarde impactará en los cuerpos. En los de ellos y en los de vecinos y en aquellos sobre los que llueva, irrumpa como verduras o caiga como toallitas y algodones en la intimidad.

A los chicos que fatigan las escuelitas día tras día no los llevan desde el pueblo las maestras que no quieren perder el trabajo: viven en esas parcelitas de tierra, en la vecindad de la escuela, donde no hay horario para fumigar, donde la lluvia tóxica cae sobre los animales, los niños y la ropa tendida a la siesta. Pero esos chicos son hijos de los peones de los ruralistas que hoy los quieren talar. Que hoy los quieren arrancar como al yuyo que persigue el glifosato.

Cuando el vicepresidente de la Federación Agraria –cada vez más lejos de las rebeldías del Grito de Alcorta- pidió que se extirpara a las escuelas rurales –y a todos sus niños- para no tener que acotarse a la ley y evitar fumigar a tres mil metros de una escuela rural por aire y a mil por tierra, puso blanco sobre negro y definió al enemigo. Las fuerzas a vencer por los ruralistas son una justicia que empieza a asomar, concejos deliberantes salpicados por el país que deciden empezar a rebelarse, una práctica agraria que es una cosmovisión diversa a la del capitalismo que no tiene límite ni en la mismísima vida. Y los niños. Fundamentalmente los niños como esa infantería insolente que hay que disciplinar desde un principio. Que hay que erradicar como a los tréboles que nitrogenan el suelo, pero acotan el espacio de la rentabilidad. Eso es la infancia para el poder establecido, para el absolutismo económico: un trébol que nitrogena las esperanzas pero cortajea el rendimiento.

“Es mucho más fácil cambiar la escuela de lugar que vender el campo, que cambiar de producción”, dio el vicepresidente de Federación Agraria. El primer entrerriano en ese cargo. “Para reubicar a tres alumnos que vienen del pueblo, que encima los trae y los lleva la maestra para mantener su trabajo”, dice en una cadena de falacias. No es necesario vender el campo. Sí cambiar de producción. Y colocar la rentabilidad en un escaloncito más abajo que la salud de las poblaciones. Y no al revés. No se trata de reubicar a tres alumnos. Lo que buscan es cambiarles brutalmente la vida, extraerlos de sus familias, expulsarlos de sus trabajos, eyectarlos hacia las periferias de las grandes ciudades para que sean carne de villa y asentamiento, quitarles su ámbito, su cielo, su horizonte. Que ya le envenenaron y ahora no queda más que barrerle las raíces muertas.

“Me parece que la discusión puede ser muy grande y muy larga –dijo Elvio Guía, que así se llama-; yo lo que sí sé qué está primero, el huevo o la gallina. Concretamente la escuela no estuvo primero que el campo. ¿No es cierto?” La noción de preexistencia de Guía puede ser bellamente arrasada, con una topadora de sentido común y una apuesta encendida por el futuro: antes del alimento para los cerdos chinos, antes de la locura de los desmontes y el cultivo único estuvo la tierra. La vida en estado puro, la pacha como soberana, la semilla emperatriz y los pájaros y las abejas polinizando el mañana. Mientras hoy el ruralismo unido se planta frente al poder judicial entrerriano para intentar voltear el fallo que favorece a los niños y les recorta los dividendos. “Un tiro en el pie”, dijo el Ministro de Agronegocios de la Nación. Una flor silvestre en el ojal del porvenir.

Edición: 3880


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