La inoculación del virus de la crueldad

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Por Claudia Rafael

(APe).- Cuando en Trelew una nena de once años llegó a la escuela con golosinas y budines para compartir y se los rechazaron otras niñas y niños como ella por la sencilla razón de que sus padres son chinos, se mostraban los efectos de la inoculación de un virus mucho más peligroso y destructor que el corona virus. El origen migrante del sudeste asiático de los padres de la niña los transformaba en portadores y vehículo de contagio.

Alguna vez, la expresión mediática de la sociedad y la reacción más cruel de la humanidad, deberán sondear en su propio espejo, desmenuzar una tras otra las arterias del daño feroz que impacta en las entrañas de la infancia y emerger a la vida de nuevo. Alguna vez, cuando los ríos colectivos recuperen la memoria de sus propias luchas, habrá que mirarse a los ojos y barajar de nuevo. Para reescribir la historia con otras palabras, las mismas pero distintas. Ensambladas en una nueva pedagogía no ya de la crueldad o la opresión sino de la ternura redoblada.

No es inocente la repetición hasta el hartazgo de “los casos” posibles del corona virus. Un internado. Diez, once o doce sospechados de. Que dónde viajó. Que cuándo vino. Que con quién habló o dejó de hablar. Un internado. Apenas uno. En una tierra asolada por otros monstruos con otras pobres causas que no se miran. Un internado. Contra cientos que asoman a diario a los acantilados de otras muertes mucho más concretas. Más pandémicas. Más asoladoras.

La espectacularización de las coberturas mediáticas del corona virus, en una selección perversa del tipo de noticias que se instalan, repite cien, quinientas, mil veces con una descripción en detalle la misma historia. Y, como plantea Rita Segato, se llama al espectador, al lector, al oyente “a mirar la realidad desde ese lente de quien la muestra, se lo está enseñando a tener una mirada despojadora y rapiñadora sobre el mundo y sobre los cuerpos. Y una de las consecuencias de esa pedagogía de la crueldad es la perdida de la empatía de la gente. El público es enseñado a no tener empatía con la víctima”.

Una de las claves sociales del capitalismo se centra en la ideación de sujetos carentes de empatía y uno de sus brazos más eficaces y funcionales es el de aceitar la pedagogía de la crueldad.

No es gratuito el efecto demoledor que el rechazo lacerante provoca en una nena a la que se le grita y se le niega el ejercicio de la solidaridad por su propia identidad. Por sus ojos rasgados. Por el lugar de nacimiento de sus padres. Porque el simple hecho de “ser” la transforma en temible.

Tampoco es inocuo el efecto destructor que ese rechazo genera en las niñas y niños que lo ejercen y que se elevan, en ese diminuto instante en que se grita “no” en los detentores del poder capaz de dominar. Y no lo es siquiera en los otros. Los pibes que fueron testigos. Los que simplemente presenciaron. Los que se atrevieron a decir que ese rechazo era cruel o que se sumieron en el silencio del miedo cómplice.

Hay que desatar cada uno de esos efectos. Porque arrasan. Porque esas niñas y niños están inoculados ahora con otro virus. Que tiene una vacuna potente y efectiva que no nace de la medicina. Nace en los vínculos humanos. Allí donde debe amasarse otro modo de ser. De estar en el mundo. De transitar la vida desde la construcción de otras miradas. Que sean capaces de hacerle frente a esa ferocidad funcional a las maquinarias creadas por el capitalismo para el arte de demoler. De despreciar. De convertir a las y los humanos en piezas replicadoras de una violencia parida por el miedo al otro.

Edición: 3953


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