El poder cobarde que apagó a Luz

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Por Silvana Melo
   

      (APe).- Los cuatro años de Luz Emily se apagaron una madrugada de plenísimo invierno, a las cinco de noche de la mañana. Y ella supo, acaso antes de morir, que los monstruos de los cuentos, que se cuelan por la ventana o aparecen por las cañerías, pueden vivir en casa. Y ser personas de carne y de hueso, con cara de papás a la hora de comer. Luz se apagó junto a su mamá, mientras dormían. El poderío cobarde del hombre que mandaba entre esas paredes las mató durante el sueño. Por estrangulación, dicen los partes policiales.

Es propio de la represión patriarca apretar el cuello de sus víctimas. Hacerles saber quién manda ante la insolencia independentista que suelen ejercer las mujeres. Apretar un cuello es impedir hablar, gritar, respirar. Así mata la policía a los negros en Minesota. Así mata la policía a los pobres en Tucumán. Así matan los Jacintos Apodacas a sus parejas y a las niñas de sus parejas para disciplinar. Para dejar en claro quién tiene la escritura de las vidas, quién la propiedad del sol de las mañanas, quién el percutor que enciende la luz de las niñas que se llaman Luz.

Jacinto Apodaca se llama el hombre que vivía en la casa con María Magdalena y Luz. Haciendo de novio y sustituto de padre, capataz de los cuerpos y gendarme de las vidas.

El sábado a la tarde las encontraron en Moreno, una de las zonas más desventuradas del conurbano. María Magdalena tenía 23 años. Luz, 4. Mamá de nombre bíblico, reivindicada por el cristo menos machirulo del dogma cristiano-patriarcal. Luz, arquetipo del alba. De la aurora irreverente que no le dejaron encender.

A principios de abril, cuando la pandemia recién aterrizaba en estas fragilidades Ada, de 7 años, comprendía como Luz que los monstruos de los cuentos en la realidad real son hombres de carne, de hueso y de manos que pueden acariciar y pueden apuñalar. El novio de su madre Cristina, usó un cuchillo para exterminarlas. Y ella no pudo siquiera utilizar la varita mágica con la que consiguen todo las Adas que llevan hache. Abel Romero, en la casa que compartían en Monte Chingolo, protegió su propiedad con el cuchillo. Las apuñaló, las enterró en el patio y luego armó una historia inverosímil que relató sin una sola emoción. Ada tenía apenas siete años. Era una mujer pequeña con nombre de maga y con ojos de nubes claras grises azuladas.

Hay virus para los que nunca habrá vacunas. Cazadores de brujas sueltos por las calles y los baldíos, por los cuartos de las casas donde viven las Luces y las Adas, que no caerán bajo una inyección en el brazo una vez por año. Pandemias de la historia que piden a gritos la audacia de las mujeres para bajarlas del cielo.

Y enterrarlas en las fosas que los verdugos tienen pensadas para ellas.

Edición: 4036


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