Pibes piraña, Estado tiburón

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Por Claudia Rafael

(APe).- “Imparables, los ´pibes piraña´ del Centro”, titula el diario El Día, de La Plata repetidas veces por estos días. Como ayer nomás, en septiembre de 2015, escribió en abundancia sobre “la banda de los nenes” o unos meses antes, sobre “Los Pepitos, una banda juvenil que asusta”. Y diez años atrás, acerca de la mítica “banda de la frazada”. Son las bandas. Las hordas de niños que provocan terror ciudadano replicado en los medios porque se muestran como los sin miedo.

Nos tienen miedo porque no tenemos miedo canta la Felipe. Aunque ellos, en verdad, escondan su propio temor dentro de los bolsillos, en las mochilas rotas, en los pliegues de sus brazos, bajo las axilas, entre los mechones de cabellos. Hoy son los pibes piraña. Los que rapiñan como pueden entre los comerciantes y las gentes del centro platense para sobrevivir una vida que los ralea y les cinceló la frente y la nuca. El miedo te apunta, con toda certeza, te vuela la cabeza y te vuelve a matar, dice la canción de Vicentico.

Los “pibes piraña” tienen –igual que los integrantes de aquellas otras “bandas”- menos de 14. Son niños que irrumpen desde los márgenes y construyen identidad colectiva, la que la sociedad les niega mientras los escupe en los ojos y en las mejillas. Son porque están en la calle. Son porque se forjaron la identidad fantasmal de una provocación que se lanza a las veredas y a las plazas para apuntar con el dedo índice a los incluidos. Y gritar aquí estoy. Me gano el mango con la rabia que derramo en una carrera. Juntos. En furia colectiva. Sumando billetes que se transforman en silencios estatales. O que se aspiran para volar los días y transformar la realidad en sueños que acarician.

Los “pibes piraña” como la banda de la frazada o los Pepitos “son” en las calles y toman por asalto la ciudad cuando ya una y otra vez las instituciones jugaron con ellos al “como si”. Les fueron señalando un camino sin salida o un laberinto techado que los arrinconó al único destino de muerte consabida. Que a veces se llama cárcel. En ocasiones, balazo en la nuca. En otras, robo para la gorra. Les fueron haciendo promesas vanas. Los fueron sentando a una mesa que nunca tiene banquete sino apenas migajas sueltas. Porque ellos mismos son las migajas. Los restos de un sistema que necesita, para su subsistencia, de la construcción de enemigos fácilmente desechables. Portadores de una peste estigmatizante y eterna.

Edición: 3571


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