Y la tierra se muere de pena

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(APe).- Se fue de puntillas, silencioso en la noche, y levantó vuelo. Estaba harto ya de su cuerpo colonizado por un monstruo invasivo. Pero antes de irse firmó su testamento: les dejó a los niños de malabares, a los propietarios de los arrabales, toda su inmensa fortuna: la semilla de la revolución para parirla cuando puedan, una utopía donde los niños sean curados con salivilla de estrellas, como soñaban con Federico, la descomunal ternura con la que venceremos al  final del día. Y un amanecer que sea para todos.

Alberto Morlachetti nació en el campo cordobés, trabajó con su abuelo anarquista, fue canillita en Gerli, vivió en un conventillo y la calle era el patio enorme donde los infiernos y los cielos se escondían en las ochavas. Comenzó a estudiar Sociología en la UBA luego de una adolescencia de lectura ávida y aleatoria. Y en las sombras crepuscularias juntó pibes estragados por la historia que dormían en las periferias de la Facultad de Derecho. Se los llevó con él, los sembró, les inoculó futuro en su adelante y los hizo descubrir que podía ser posible amanecer mañana.

En la prehistoria, había sido el fútbol. Los “sábados de chocolate” reunían chicos morenos y expulsados de los clubes por color y pobreza. Los picados se armaban en el terreno engordado por desechos industriales donde Torres Ríos había filmado “Pelota de Trapo” con un Armando Bo más chiquito aun que los pibes de Alberto. El les transmitió, infalible, el amor por Racing. Y casi 40 años después aseguraba que el mismísimo Orestes Corbata, con tres dientes y ojos de alcohol, se sentaba en el suelo tóxico a mirar al centroforward petiso y de pelos chuzos que la colocaba, exquisito, en el ángulo izquierdo.

Eran los niños de la intemperie.

“La pobreza es una imposición: te pone una pistola en la cabeza”, repetía consciente de que él pudo salir de un laberinto del que sus amigos no pudieron: “a ellos les saquearon las palabras”.

Se sabía el germen de una amalgama extraordinaria. De su madre, católica, había escuchado sostenidamente que “cuando algún día la vida te trate duramente, tomá la mano de un pobre”. De su abuelo Antonio, anarquista, había aprendido que “los chicos transformaban la naturaleza y las relaciones sociales al igual que los adultos. Eran forjadores de derechos y de una nueva sociedad”.

Junto a los niños de los arrabales había ido descifrando que, sueltos de madre, es necesario domiciliarse en un vínculo amoroso. Y que no hay pedagogía sin ternura.

A contramano de todos los vientos germinados en el capitalismo, Alberto sostuvo que “el principal proveedor de humanidad es el trabajo. Si yo no hubiese trabajado, no me salvaba del barro y la pobreza. El trabajo disciplina muchísimo”. Y reconstruía desde las nostalgias amasadas durante décadas que hubo un tiempo–antes de que los estados los transformasen en excedentes demográficos dignos de ser exterminados- en el que los niños eran aprendices de oficios que los devendrían esa categoría maravillosamente humana: trabajadores.

Alzó la Casa de los Niños de Avellaneda y a su ritmo y el de otros hombres y otras mujeres, la obra se animó a conjugar todos los verbos; Alberto pensó y diseñó el hogar para adolescentes Juan Salvador Gaviota y la biblioteca Pelota de Trapo, con la misma impronta del Hogar levantado en la vecindad de la canchita legendaria: mucha luz y la belleza como insumo básico para el desarrollo de los niños. Tan básico como el pan y la leche tibia de las mañanas.

Pero a la vez pensó y diseñó la imprenta y la panadería. Porque los fantasmas de carne, hueso, paco y balas 9 milímetros esperaban a los niños en la puerta. Y si no se los preparaba para atravesar la indolencia  y la impiedad del mundo, serían como los polluelos de vuelo temprano, derribados por la primera lluvia. Los inició él mismo en el oficio gráfico. Y fueron tantos los que se ennegrecieron de tinta y solvente como los que se emblanquecieron de harina y manteca.

En el país de los alimentos, donde los ríos son de leche y miel, “un niño  que muere de hambre muere asesinado”, decía. Y explicaba la esencia de la sacralidad de la vida: “cada niño es una piecita del gran rompecabezas de la condición humana. Cada niño que muere deja un espacio ausente. Y nada volverá a ser igual”.

Tampoco será igual desde ahora el rompecabezas de la condición humana sin Alberto, que allá por los finales de la década del 80 parió junto a otros quijotes del sur el Movimiento Nacional Chicos del Pueblo, con el que caminamos geografías infinitas denunciando que “el hambre es un crimen”.


Alberto resguardaba dentro de sí la inocencia de ese tiempo primigenio que es la infancia.  Que, indefectiblemente, es destino. Fue capaz hasta los últimos de sus suspiros de zambullirse en la risa fresca que una niña de cielos azules le ofrecía caminando chaplinescamente ante él. Mientras su conciencia seguía llorando por esta aldea sin memoria “dejada de la mano de los dioses –como solía decir- en el último suburbio”.

Una aldea en la que crueles cruzados la emprenden contra los niños de los malabares mientras construyen con una pertinacia de acero “una ausencia irreparable en las calles para que puedan algunos ´buenos peregrinos´ consumir hasta el hartazgo en las góndolas irrespetuosas de los supermercados”. Cómo soñar –decía- que nuestros niños serían residuos descartables a los que eliminar con alegres gatillos o con ese tiro al blanco en sus nucas que “se mete en el cuerpo y en el alma de los pibes y los destroza en barrios descartables, donde los pájaros se pudren en la mitad del vuelo”. Cómo imaginar –repetía una y otra vez- que la nueva utopía de la humanidad iba a ser este capitalismo feroz que lo fue hundiendo en el desencanto.

Alberto Morlachetti, ese hombre justo y sabio, repetía que “no habría renovación humana si no nacieran chicos. Hay que confiar en que ellos son como heraldos que traen algo nuevo. Uno podrá pensar que es pensamiento mágico. Y sí, la vida tiene pensamiento mágico y pensamiento científico. La utopía de construir una sociedad más justa tiene mucho de pensamiento mágico”.

Las traiciones arteras y las derrotas de los confinados en esa geografía del encierro que él vislumbró en la exponencial crecida de villas y asentamientos, le fueron sembrando el desasosiego en la garganta y en el pecho, ese domicilio del dolor. Aunque siguió creyendo que “nadie está al resguardo de la esperanza humana”, sentía que la utopía había dado unos cuantos pasos adelante y a él ya le dolía demasiado la pierna derecha como para  seguirla y alcanzarla.

“No me dejéis morir sin la esperanza de ser incomprendido”, citaba a Oscar Wilde. Alberto fue –es- un descomunal incomprendido. En eso  puede estar tranquilo.

Nosotros, mientras tanto, tendremos que ser dignos para estar a su altura. Ahora que llueve en tantos ojos. Y la tierra se muere de pena.

 


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