Invisibles y culpables

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Por Silvana Melo y Claudia Rafael
(APe).- Centenares de muchachos y muchachas corren con heladeritas y ojotas colgadas. En las playas cool de Pinamar los cuatriciclos de la bonaerense desparraman a una concurrencia amontonada, sin cuidados pandémicos mínimos, que decidió usar el mar y apiñarse en la playa porque aquí no ha pasado nada. Más acá, por el sur de los márgenes, ochenta pibes se hacinan en una plaza de Gerli, alrededor de un mástil con bandera solitaria y atestiguante. Sobre el pedestal, dos raperos ensayan su payada milenial y son ovacionados por la concurrencia que grita, se ríe y silba sin barbijos ni distancia física. Son todos jóvenes, pero distintos. ¿Estigmatizados? Tal vez, pero desbordando claramente el análisis ordinario. Los adolescentes y los pibes cuya adultez anda empezando a los 20 o 25, han sido históricamente marcados como peligros sociales. Y justamente, por las piezas más osadas y bellas que conforman el rompecabezas de sus cuerpos y sus sueños. Por rebeldía, por insolencia, por diferenciarse de adulteces despreciables, por considerar que el mundo feroz que recibieron debe ser transformado. Por poner en tensión lo establecido.

En tiempos de pandemia, fueron encerrados desde la infancia desgarrados de sus pares, en convivencia constante y obligada con padres de los que necesitan diferenciarse desesperadamente. Los que no tuvieron casas para encerrarse ni dispositivos para comunicarse con los suyos ni padres para soportar, tuvieron que salir a alterar las normas sanitarias. A subirse a una moto o a una bici para ser delivery de los que tienen el privilegio de tener puerta para recibir y dinero para pagar. A transitar por las calles corriendo todos los peligros: accidentarse, contagiarse, ser violentamente precarizados, perder siempre, por dos pesos inhumanos.

Los que podían, tramitaban sus angustias con tecnología, habitación propia, clases virtuales. Los otros, encerrados en sus cárceles de confines barriales, fueron invisibles durante toda la pandemia. Tan invisibles como en toda la historia del piberío roto, desencajado del sistema. Tan invisibles como hoy. Estigmatizados por origen, culpados de casi todos los males sociales. Delincuentes por nacimiento, malos por genética, sospechosos por procedencia.

Su estigma no nace en la pandemia. Su estigma nace con ellos.

Sin embargo, el estado visualiza a los visibles. A los que hunden un barco en el Paraná porque son 25 de fiesta hacinados donde caben 10. A los que tienen 2500 pesos para pagar la entrada a una fiesta privada no autorizada (la clandestinidad es otra cosa; los clandestinos intentaron cambiar el mundo en tiempos prehistóricos en este país). A los que se amontonan en Pinamar.

Hay jóvenes a los que se acusa de fogonear el covid. Otros, a los que se señala como enemigos públicos toda la vida.

La vida es un túnel que no pide permisos para ejercer. Se saben de memoria el decálogo que como sambenito les cuelgan en cada medio, en cada red, en cada esquina. Se saben los eslóganes que los invaden en las noches o a la hora de una siesta que no es. Que el barbijo. Que la saliva. Que el mate. Que el pico de la birra. Que el beso. Que el abrazo. Que la plaza y que la playa. Que las calles pobladas.
Ven el dedo acusador que les prohíbe la risa, el grito y el hacinamiento que eligen. No el otro.

Están hartos de decálogos que todos recitan y los encuentran vacíos de todo. Como el derecho escrito a ese largo listado de inalcanzables utopías. El techo. El baño. El trabajo. La atención sanitaria. La escuela.

La vida está, para ellas y ellos, hecha de ausencias. Y quizás sea el derecho a la ausencia el más repetido en cada día y a cada hora.
Para el picado saltan un par de rejas. Desde hace meses vienen llegando como moscas desesperadas corriendo a sabiendas de que 20 minutos o media hora más tarde alguien les gritará que se vayan, que estamos en pandemia. No tienen prolijidades ni ostentan permisos para nada y para nadie. Sus piernas veloces son su licencia. Y lo ponen en acción al primer grito que se escucha a lo lejos.

Los que llegan de a decenas a un yate o de a centenares a la playa son portadores de una habilitación no escrita en ningún papel. Que les llega con la marca del adn. Que no sabe de márgenes ni de desprecios. Se trata de un permiso que los nutrió con la leche tibia en las mañanas de su infancia y que los habilita a apropiarse de su sueño a la libertad.

Ser en los márgenes o fuera de ellos es la marca que tatuó a unos y a otros mucho antes de sus nacimientos.

La ausencia de futuro cincelada en serie por el capitalismo no necesariamente los resigna a la mera supervivencia. Pero los coloca con una sistematicidad terca al borde de los acantilados. Les oxida las utopías. Y les malgasta los sueños. No fue la pandemia la que los dejó desnudos y expuestos. Ya lo eran. Estos pibes y pibas que no se cuidan ni cuidan, como pontifican los grandes discursos acerca de los visibles, no fueron cuidados nunca. Porque nadie los ve.

Los otros, los que pudieron saborizar su infancia con aroma a chocolate y pincelar de perfumes cálidos cada pieza del porvenir, hoy se ven sujetos de campañas de concientización y cuestionamientos dirigenciales y sociales. Que los culpan por edad o rebeldía pasajera pero no por origen ni por la rabia acumulada por pura inequidad desde mucho antes de su existencia. Una culpa histórica y sin final. Como la de los otros.

Edición: 4146

 

 

 

 


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