Ausencias

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Por Claudia Rafael

(APe).- El autito con orejas largas de conejo lo paseaba por el patio de cemento, entre las ropas multicolores que se secaban en la soga. Los pelos revueltos por el viento, morochos y con un jopo rebeldón, lo mostraron al mundo en las páginas de la crónica policial. Junto a sus padres y sus hermanos. Junto a otros traídos como él de más allá de las fronteras. Culpables de no tener documentos. Culpables de ser víctimas.

Culpables de una portación de pobreza ancestral que los hizo dejar atrás y como para siempre el pueblo atravesado por calles de tierra roja y los guisos en base de mandioca. Culpables de no haberle rezado lo suficiente al dios Tupä, para que les arranque el hambre de un plumazo y les devuelva, en cambio, una mesa rica en mbeyú y en quesú paraguái. Culpables por andar canturreando sus tristezas en su guaraní, que la gente del lugar no entiende y cómo eso puede ser posible. Culpables de querer preservar su identidad en ese lugar tan ajeno. Tan lejano. Tan frío para sus días paridos en aquella Nación olvidada de la Tierra. Culpables. Una y mil veces culpables. Setenta personas. Veintitrés familias. Diez chicos. Todos culpables de creer que el nombre del barrio en el que les prometieron vivirían, era el pasaporte a otra vida más digna de soles y de luces. Con sábanas suaves y manteles con fresias dibujadas. Llegaron a “El Progreso”, al oeste de Neuquén capital ganados por el sueño de levantar casas, edificios, puentes. De alzar torres o poner una junto a la otra casitas con techo a dos alas. Casitas con jardines y flores, con baño adentro y ventanas con cortinas bordadas como las que alguna vez ellos también tendrían. Llegaron ganados por la utopía de que un ladrillo más otro ladrillo les significaría un mañana cálido para sus pequeños mitâ'i, sus niñitos dulces y con piel de color mate.

La policía de Neuquén allanó el terreno ubicado en la calle Primeros Pinos 260 y los encontró hacinados, con frío, con miedo. En 23 casillas de precariedades imposibles por las que mes a mes debían pagar puntuales 350 pesos. Con maderas finas que dividían una de la otra. Con conexiones clandestinas. En piezas oscuras edificadas dentro de la misma constructora. Culpables. Culpables de portación de cara, de piel, de historia. Culpables de tanta suerte que les volteó el rostro y les escupió la esperanza.

Son apenas un número. Una estadística para los gobiernos. Una cifra vaga porque, después de todo, hasta dónde son ciertos los porcentajes y los datos que los organismos desnudan.

La directora de Trata de Personas de la Secretaría de la Mujer de la presidencia de la República del Paraguay, Luz Gamelia Ibarra, dijo que el 95 por ciento de las mujeres víctimas de la trata de su país fueron explotadas sexualmente y el 6 por ciento, laboralmente. Que el 52 por ciento tenían menos de 18 años y el 48 por ciento eran adultas. Pero la mayoría adultas jóvenes.

La OIT (Organización Internacional del Trabajo) dice que son 100.000 al año las personas captadas por las redes de trata en América Latina. Que los tratantes ganan más de 32 millones de dólares anuales y que, el 85 por ciento, corresponde al comercio sexual.

Es cuestión de hacer cuentas. Dos años, 200.000. Cinco años, 500.000. Ciudades enteras desaparecen año tras año con las complicidades de los digitadores de vidas. Con el silencio de los que miran hacia otro lado o callan para facilitar los traslados. Cada año la trata deglute en el continente ciudades de la dimensión de Santa Rosa. Cada dos años, la población entera de Neuquén. Cada tres, Bahía Blanca. Cada cuatro, Santa Fe. Cada cinco, San Miguel del Tucumán.

Año tras año, se multiplican las ausencias. Año tras año, se profundizan los agujeros profundamente negros que cavan la tierra y dejan vacíos eternos.
Los bolsillos de los tratantes se ensanchan alegremente. En dos años, 64 millones de dólares. En cinco años, 160 millones de dólares.

Los 70 paraguayos indocumentados encontrados en el allanamiento en Neuquén son parte de ese engranaje perverso que los dejó fuera de su pueblo, de su lengua materna, de sus callecitas de tierra. Que nutrió con sus vidas los bolsillos de ese comercio cruel que, según la Organización Internacional para las Migraciones se ubica tercero en el planeta, después del narcotráfico y la venta de armas. Que les arrancó la identidad y los arrojó a la nada mientras ellos creían, ingenuamente, que iban camino a la esperanza.

 

Edición: 1854


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