El Estado que condena

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Por Claudia Rafael

(APe).- Son los olvidados de la tierra. Que asoman a los cuadriláteros devoradores de la prensa cuando ya es demasiado tarde para todo. Las llamas acabaron con las vidas de dos niños de 4 y 6 años y su madre está detenida, imputada por sus muertes. Hoy el dedo acusador del Estado le asesta todas las culpas. “Abandono de persona seguido de muerte agravado por el vínculo”, le calzó la fiscalía tras el incendio que consumió esa casilla en la que Yolanda Vargas dejó a sus niños para ir al centro a comprar alimentos.

Son los desamparados. Los ningunos. Y es la muerte la única capaz de echar luz sobre una realidad de chapas y tablones a la que son arrinconadas las infinitas Yolandas Vargas con sus niños a cuestas. Esta vez fue en Las Palmeras, una de las barriadas más empobrecidas de Colonia Santa Rosa, en el noreste salteño. Tierra asolada por desmontes y colonizada por inundaciones sistémicas. En donde los olvidados de entre los más olvidados se cargan la vida a cuestas hasta que aguante.

La mirada de la fiscalía en lo penal quita contexto a la causa judicial por la muerte de los niños. La desviste de historia. Le borra las responsabilidades estatales. Y asegura que es Yolanda Vargas, una mujer de 26 años, changarina cuando hay changas, organizada desde el Polo Obrero en el comedor Rayito de Luz, la culpable absoluta de las muertes de sus hijitos. No mira ni un solo instante la fiscalía la desidia histórica. La miseria sistémica en la barriada en ese noreste salteño, la región más rica de la provincia. Desmontada como ninguna durante las últimas tres décadas para el monocultivo sojero.

Siete de cada diez niñas y niños en Salta integran los ejércitos de los empobrecidos. Ya no forman parte de esas estadísticas los niños de 4 y 6 años de Yolanda Vargas. Que nunca enarboló en su vida el deseo de mover sus pasos en la indigencia ni de habitar una casilla olvidada de chapa y madera. Que jamás soñó que pasaría su vida entera changueando, cuando hubiera changas, para llevarle a su cría un plato de comida. Y que nunca se imaginó encerrada en un calabozo culpable eterna de su propio dolor que la perseguirá en los días y en las noches, en las pesadillas y en el pozo oscuro en el que se hundió su vida ese mediodía en que regresó a su casa con una bolsa de alimentos y su mundo sólo era cenizas.

Edición: 4266


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