Esa mecha por encender

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Por Silvana Melo
    (APe).- La escuela va y viene, entra y sale del universo de los niños. Los organiza, los detecta, los contiene, los retiene. Pero también los abandona, los pierde, no los busca, no los ve. Un año y medio sin presencialidad escolar dejó un cráter en el alma. Arrancó una página entera de los calendarios. Una página y media. La vida se detuvo y volvió, ya a contramano del tiempo. La escuela, que ya venía a los tumbos sin pandemia, que no lograba torcer los destinos de tanta niña y de tanto niño condenado por origen, se vio desnuda en todas sus falencias, en todos sus desatinos. Ni la primaria ni la secundaria ya lograban que los chicos comprendieran un texto, leyeran de corrido y dividieran sin trauma. El encierro y la ausencia fatal de la socialización y del encuentro del aula dejó las pizarras como paredes vacías. Las de casa. Las de cada uno de los que no lograron aprender por soledad, por desconexión, por familias que no pudieron, por hacinamiento, por no saber cómo.

Antes del agujero oscuro de la pandemia ya había números: sólo el 50% de los alumnos termina la escolaridad obligatoria. Muchos de los que llegan a este final de ciclo lo hacen con problemas de lectoescritura y sin las posibilidades objetivas de acceder a un mercado laboral que pide y pide, que exige calificación y experiencia. Vacío de oportunidades. En discusiones mediáticas de expertos, Ana Borzone (doctora en Filosofía y Letras e investigadora principal del Conicet) asegura que en la escuela se utiliza un método de enseñanza de la lectoescritura perimido y fracasado: “la psicogénesis de la escritura, la creencia de que el niño aprende solo, por intuición, por tanteo, y que el maestro es apenas un guía”.

Para la investigadora Guillermina Tiramonti, el proceso de enseñanza y aprendizaje se convirtió en “un gran simulacro” donde “se simuló que se enseñaba y los chicos simularon que aprendieron”. Ambas concluyen en que la escuela fabrica personas prescindibles. La escuela, que va mucho más allá de sus paredes, de sus docentes –mal formados y mal pagos-, de su burocracia curricular, de la necesidad de preparar seres humanos para un mundo despiadado, que los espera en la puerta mostrando los dientes. Esa escuela que deserta de sus chicos –y no ellos de ella-, cuyos responsables ministeriales admiten que muchos de esos alumnos se les perdieron “en los pasillos de las villas, cayeron en actividades de narcotráfico o tuvieron que ponerse a trabajar”. En todo el país medio millón de chicos quedaron fuera del sistema en pandemia. Y en marzo, recién, comenzaron a recuperarse.

“Durante todo ese tiempo se simuló que se enseñaba y los chicos simularon que aprendieron”, asegura Tiramonti. Y no habla sólo de la pandemia.

Mientras tanto, se perdieron dos años vacíos que hubieran podido revolucionar la escuela. Refundarla. Pensarla distinta, puesta a cambiar los rumbos sistémicos instituidos y sellados en la frente de miles de niñas y niños. Seis de cada diez son pobres en la Argentina. Siete de cada diez (y muchas veces ocho) en los conurbanos de las grandes ciudades. Y la escuela es la misma para todos. En una democratización embustera, con un guardapolvos sarmientino que encubre las diferencias, la escuela sostiene a los que están en condiciones de sostenerse y pierde en el camino a los otros. Los niños con extremas necesidades no pueden aprender en la misma escuela. No fueron alimentados para poder. No tienen un cuarto y un cuento leído de noche. La supervivencia misma no les permite la comprensión de saberes. Se necesita otra escuela para igualarles las oportunidades, para que puedan acceder a los mismos sueños. Todos. No los casos individuales que aparecen en los medios como ejemplos de que si él pudo los demás también. El todos, el desafío colectivo de otra vida, implica otra escuela. Que no los pierda por el camino.

Para intentar verlos los gobiernos abren ventanitas del tamaño del agujero de una cerradura. Piensan en agregar una hora por día sin planificar una transformación concreta, para que esa hora no termine batida con el resto de las horas, en la misma olla y con la misma apatía.

O piensan y ponen en práctica programas como el ATR en la provincia de Buenos Aires –para intentar recuperar a los chicos perdidos-, con docentes precarizados que trabajan por fuera del estatuto docente, sin licencias por enfermedad o estudio y con un salario menor.

La Ley de Educación Nacional planeaba que para 2010 el 30% de los alumnos del país debía cursar la primaria en jornada extendida. Hoy apenas el 14% lo hace. En la Provincia, el 7,5%. En todo el país el censo 2010 determinó 4.900.000 alumnos en la escuela primaria. Desde ese año hubo un crecimiento del 2% en la matrícula. Pero la proyección poblacional promete un aumento del 4% de chicos de entre 6 y 12 años (5.150.000). Hay un dos por ciento, según el Centro de Estudios de la Educación Argentina, que está quedando fuera del sistema.

En 2019 repitieron 120 mil alumnos. En el segundo y tercer año del primer nivel.

La educación primaria tiene una importancia fundacional en la infancia. Son los primeros años que escriben y fortalecen la vida desde los pies.

La desigualdad muestra los dientes como nunca después de la pandemia. Que sembró los tiempos de un avance despiadado de las derechas y el neoliberalismo; que dejó en claro que la crisis no fue sólo sanitaria sino sistémica, con un sismo en los cimientos de un modo de vida que busca hegemonizarse y radicalizarse. Y que sólo puede desbaratarse con una confrontación ética clara que atraviese, en principio, a la escuela, que la transforme para un tiempo distinto, que le implique una ética del cuidado de la vida, de la naturaleza, de la otredad como extensión de la vida propia.

Para estas “situaciones límite” Paulo Freire proponía crear “inéditos-viables”; cambios inéditos, transformadores, factibles, que crearán condiciones para otros cambios que hoy parecen lejanos. Lo inaudito posible.

Está en la educación entonces. Está en la escuela la mecha a encender. Y en cinco millones de niños y niñas que deben convertirse en sujetos políticos transformadores. Y no en la multitud obediente que pretende lo que viene. Lo que ya vino. Lo que está.

Edición: 4094


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