Malvinas es un crimen

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Por Silvana Melo
  (APe).- Un día antes de la rendición de los generales en Malvinas, una indolente Argentina jugaba el partido inaugural del Mundial 82 en España. A casi 12 mil kilómetros del frío brutal, de la sangre de los pibes de la periferia de este mundo enrojeciendo de vergüenza esa nieve ajena. Tan lejos de la piel de los correntinos y de los chaqueños, cuarteada por el hielo y el hambre, tan acostumbrada a cuartearse esa piel con el sol de ese norte. Tan castigada por el frío quemante, la ropa escasa y la comida guardada opíparamente para los militares.

Ese 13 de junio, cuando el fútbol funcional a los genocidas jugó aunque en los talones del país había guerra y los pibes lacerados quedaban anónimos y desangrados en las trincheras o pensaban en volver vaya a saber cómo y para qué y para quiénes a ese mundo que ya no sería el suyo.

Ese 13 de junio Diego Maradona tenía 21 años. Y no estaba en Puerto Stanley. Estaba en Barcelona.

Ese 13 de junio faltaban horas para la rendición de los generales. Y estaban los pibes, los que hacía dos meses no habían visto un arma en su vida ni soñaban con verla. Y ahora soportaban el peso en el hombro de un fusil automático con el que había que defenderse de quién sabe quién en el medio mismo de la nada. Esos, los arrastrados a una guerra que no era suya, que no era nuestra. Ahí estaban, estaqueados y torturados por robarse la mermelada de los tenientes y de los coroneles.

Mientras tanto, ese 13 de junio Argentina campeona del 78 dictatorial diseminaba nacionalismo para coronar el mundial malvinero.

Pasaron cuarenta años. Los pibes arrancados de la historia tienen 60 años. Y Diego se murió. Nadie ganó la guerra. Nadie ganó ninguna guerra.

Pasó una plaza de cien mil vivando a Galtieri en un balcón que jamás soñó.

Seiscientos cuarenta y nueve cayeron allá, en ese territorio hostil que los vomitó no bien pudo en un mar helado, en manos de sus enemigos que fueron los propios y no los otros, desaparecidos como los de acá, sepultados huesos sin identidad, desgrasados por el frío, percudidos por la intemperie. Más de cien fueron parte de esa tierra yerma, sin rostros ni quién. Hasta que un inglés enviado para buscar a los suyos encontró a los nuestros. Los sepultó. Y elevó un informe que llegó al gobierno pero que el gobierno no leyó jamás. Y lo arrojó a la vasta barriga del olvido.

Más de seiscientos decidieron dejar la vida después. Despreciados, humillados, ignorados, olvidados. Enfermos y alcohólicos. Ateridos y adictos. Aterrados por cualquier tormenta. Violentamente separados de lo que fue su mundo. Estragados por setenta y cuatro días que no le cambiaron la vida a nadie salvo a ellos y a quienes los esperaban cruzando al continente y que los siguen esperando ahora, pensando que andarán ciegos o sordos o mudos, vagando locos por la aridez de esta historia. Quienes los esperan apareciendo con vida. Como las Madres que jamás darán por muertos a esos hijos en los que encendieron, divinidades por un rato, esa llama frágil de la vida.

Dos mil quinientos murieron después por enfermedades de la guerra. Los que no, apenas pudieron integrarse a la vida de regreso. Empujados por sus torturadores a la entrada por la puerta de servicio, por el agujero de los baños. Para que nadie viera llegar a los perdedores. Porque los dictadores quisieron ser eternos y ellos, los pibes del Chaco, de Corrientes, de la injusta Buenos Aires del hacinamiento, les perdieron la guerra.

Ellos, los que terminaron los setenta y cuatro días desnutridos, con gangrenas por el clima extremo, con las piernas desactivadas, sonando como madera. Ellos, los que terminaron en la calle, vendiendo estampitas, colocado carteles de ayuda en los parabrisas durante el rojo de los semáforos. Temidos por la sociedad que nunca se salió de eje. Despreciados por la dictadura que los hundió de prepo en la tragedia más injusta de la historia. Torturados por los mismos oficiales que experimentaban la picana y el dolor extremo con los detenidos desaparecidos del continente. Cebados por la carne humana lo siguieron haciendo con chicos de fragilidad social intensa; se los sirvieron a la muerte y los destruyeron física y mentalmente sin abrigo, sin alimentos y con el castigo del estaqueamiento semidesnudos en medio de la nieve por intentar tomar la comida de sus superiores. Murieron de hambre. Hubo soldados argentinos que murieron de hambre. Un crimen provocado por los propios. No por la bala inglesa. Los que mataron una oveja para comer fueron enterrados hasta la cabeza. Mientras sus compañeros lloraban porque ellos mismos tenían que palear la tierra. Diez horas en las que vieron caer la nieve y las bombas.

Recién en estos últimos años hubo quienes se animaron a un relato ante la justicia. Una jueza de Río Grande viajó a Corrientes para escucharlos. Los encuadra en delitos de lesa humanidad. Parte del genocidio delineado por una dictadura que probó la sangre y no dejó de consumirla nunca. Delitos imprescriptibles porque siguen sucediendo en cada víctima -en aquellos que pueden asumirse como víctimas y no como héroes de bronce porque en esta historia no hay héroes- en cada cuerpo, en cada suicidio, en cada terror nocturno. Es la corte, hoy, la que debe decidir sobre lo que cada uno de los chicos aquellos vivió en esos setenta y cuatro días. Que siguen cortándoles las vísceras con el mismo ardor que hace cuarenta años.

Es la corte la que debe decidir si los crímenes sobre ellos son de lesa humanidad. La corte tan lejos de ellos y del frío brutal y de la ráfaga amiga que los mata y del pan que no se comparte y del desprecio por el morenito obligado a matar y a morir y del estaqueado con los brazos en cruz que morirá de hambre y del enterrado con la cabeza fuera que morirá de horror.

La justicia a veces se mueve bajo la voz de los que mastican patria en los discursos, de los que siempre vuelven ilesos y prolijos, de los que orinan nacionalismo sobre las cabezas de los nadies.

Malvinas es un crimen. Un territorio extremo y ajeno que no vale una gota de la sangre de los pibes. Ni una muerte de hambre. Ni un terror que baja por los intestinos cuarenta años después. Ni tanto olvido propinado como látigo en la espalda de esta historia.

Edición: 4088

 

 

 

 


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