Fulgores de la muerte en el lomo del Bermejo

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Por Roberto Lizárraga Díaz (*)

Los pobres mueren, luego existen.
Los aborígenes existen en los libros de los vencedores.

(APe).- El hambre es un puñal herrumbrado que se introduce en las almas de los niños descalzos perforando las risas de dientes cariados y manos callosas. Adentro de la alambrada que cerca la tierra: el hambre va achicando el estomago que suena con un chirrido ancestral. La panza es un nylon abriéndose en el interior de un niño, plástico silbando en la inmensidad cercada del monte.

Invisibilizados, ninguneados, expulsados de su propia tierra orillan la selva pelada de bichos y de agua, venden la fuerza de sus brazos por un vuelto que le sobra al estanciero y mastican acullicos de tristeza y dolor. En el silencio del monte sólo se escucha el llanto suave de madres de pechos secos y almas temblorosas.

Un martes seis de enero la muerte rompía con estocadas vacías los ojos de Néstor Femenia1, derramando la luz incandescente de la infancia en el monte chaqueño. Su cuerpo no soportó los dolores del mundo mientras jugaba en la sombra de la muerte y se fue soñando ser un dorado en un río de aguas claras. 

Néstor, niño, qom, nadie.

Néstor Femenía, hijo de la tierra, bastardo de la patria, murió escuchando los chirridos de su panza como trompetas de un cielo que nunca conoció.

1Néstor Femenía tenía siete años y murió por desnutrición en enero de 2015, en el Chaco.

(*) El autor recibió una mención especial en el Concurso de Crónica de Infancia Alberto Morlachetti

Edición: 3159 


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