Condena a morir o matar

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Por Claudia  Rafael
   

    (APe).- Son tres los hermanos. El Tata, el Mono y la China. Crecieron a los tumbos como se crece cuando la vida despoja de abrazo. La terminal de micros fue históricamente su techo. La vieja había dejado la ciudad y se había instalado en La Rioja. Eso dicen. Pero qué importa. Ahí lo que vale es que se fue. Si la geografía tenía montañas, ríos o edificios a ellos tres nada les cambiaba. El más bravo, cuentan, era el Mono. Ahí todos ponían las fichas de que iba a terminar en cualquiera. La China es linda. Aspiraban lo que fuese para olvidar. Al Mono ni siquiera le habían hecho acta de nacimiento. Ni DNI tenía. Era un Don Nadie. Un carente de papeles. Un anónimo habitante de las calles ciudadanas que robaba lo que tuviera al alcance de la mano. Como también aprendió a hacer el Tata.

Hace casi siete años el pibe del servicio local los iba a ver a la terminal y charlaba con ellos. Ayudó a que el Mono tuviera papeles. Y los terminó convenciendo a los dos varones de ir a la Casa del Adolescente de la Municipalidad. La China se fue a vivir con una mujer que tenía pulsera de control del Servicio Penitenciario Bonaerense. Había estado presa por venta de drogas. Ejercía la prostitución que no es delito pero es vejación. Y probablemente a la China la regenteó.

El abuelo, que supo tener un pasado futbolístico en un club de la ciudad, los tuvo un tiempo. Pero cuentan que no podía con ellos.

De la Casa del Adolescente el Tata se fugaba. En el diario de la ciudad, cada tanto, salía una noticia bajo el título “Búsqueda”. “Mide 1,55 metro, tiene contextura robusta, cabellos cortos oscuros, tez morena, ojos marrones y no presenta señas particulares. Vestía zapatillas, pantalón oscuro a cuadros y remera negra”. Tenía 12 años entonces. 13, en otra de las tantas fugas.

Un robo de una bici. De un celu. Un encubrimiento. El Tata iba aprendiendo los vericuetos del mundo penal. El Mono se daba con cuanto producto lo pudiera anestesiar por un rato, un par de ratos, el tiempo entero. El Tata también. Había que huir de un presente sin mañana porque el mañana, a veces, demasiadas, no existe. La China, mientras, hacía lo que podía.

Fueron creciendo todos ellos. Tenían portación de historia. Portación de apellido. Y, con el tiempo, portación de crónicas rayanas con el peligro para el otro.
Un día el Tata, ahora que tiene 18 años, cruzó la frontera. Dicen que fue él. Lo reconocieron. El Tata mató. Terminó con la vida de una persona. De una buena persona. De uno de esos tipos queridos por todos.

Y el Tata puede ser o no –ya se verá- el culpable directo de haber empuñado el arma. Pero antes, mucho antes, hay una biografía que cada una de las patas del Estado conoció. Forjó. Alimentó. Nutrió de olvidos. De perversidades. Le dijo que esperara un poco cada vez que pidió ayuda. Cuando dijo “quiero que me internen” y le respondían “hay que esperar dos o tres meses para el turno de la entrevista”.

Ahora el Tata se salió del circuito del chiquitaje y pasó a las ligas mayores. Y el Estado, ese contrato social de los incluidos, lo fogoneó y le habilitó el camino. La mesa estuvo convenientemente servida.

Edición: 3243


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