Aparecidos

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Por Silvana Melo

(APe).- Seguirán volviendo. Aparecidos, aun con canas y bastón. Volverán con las marcas del tiempo en las comisuras. Con los ojos gastados. Con el niño que les invade de pronto un territorio vedado. Cada vez más sin abuelas. O abuelos ellos mismos. Pero seguirán volviendo. Como la cola del huracán de la esperanza.

Acaso la idea haya sido formar un ejército de conversos que terminara de demoler la memoria de sus padres. Y por eso no fueron asesinados con ellas, dentro de sus panzas. O arrojados en bolsas negras a la vera de las rutas. O lanzados como pájaros heridos desde los aviones. Esa ambición histórica llevó a los genocidas a dejar una hendidura abierta en su blindaje sistémico. Por donde se escaparon los niños. Y se escondieron en las cañerías del mundo, debajo de los puentes, en las prisiones de familias sustitutas, saqueados en su identidad, haciéndoles creer que crecerían bajo la instrucción prusiana del odio a su propia genética, en un desesperante y confuso remolino de llamados remotos y mandatos de la familiaridad represora.

Los niños escaparon de la muerte. Y se los esperaba por las calles, asomando de detrás de los árboles, de las bocas de tormenta, sucios y desvalidos, con la carita esperada, con la nariz de ella, con esa frente de él. Se los buscaba en pañales y aparecían en pantaloncitos como Anatole Julien Grisonas que, junto a su hermana Victoria, no podían extrañarse de la imagen de su padre acribillado en la vereda. Anatole tenía 4 años y estaba en Chile. Presos de la atribulada patria grande abierta por el Plan Cóndor.

Ellas salían a recorrer casas cuna, orfelinatos, investigaban casos de adopción, se juntaban en casas de té con pinta de señoras bien, hacían picnics en parques con peinados de peluquería, traían información del exterior mezclada con bombones y ropa de gente mayor, llamándose viejas tontas y golpeándose la frente. Se paraban delante de los niños, les miraban el color de pelo, la forma de los ojos, los lóbulos de las orejas. En noviembre de 1977 un inmenso Robert Cox depositó una chispa feroz sobre el hielo público: el Herald, a través de una carta de Abuelas, desnudó la existencia de niños desaparecidos.

Entonces se los esperó por todas partes. Con varas de rabdomante salieron ellas a buscarlos. Pensándolos legión mínima, hormiguero destechado, llegando todos de todas partes, de a centenares, a la altura de los zócalos de la esperanza.

Eran niños negados por la monstruosidad humana, por sus amigos y sus legitimantes. Negados por los confesores de los genocidas, por los promitentes del cielo a los asesinos. Negados pero brutalmente reales. Bajo alas de hierro. Desde 1978 cuando la CIDH determinó que el Caso 2553 tiene la carita de Clara Anahí Mariani, Chicha la sigue buscando entre los pliegues del tiempo y Clara Anahí no deja de ser bebé, siempre será esa sonrisa vecina de cachetes inflados y un grano de maíz en la nariz. Y lo será aun cuando aparezca, mujer mayor, profesional o no, con hijos o no, culturalmente devastada por apropiadores o libre de pensamiento. Y Chicha la verá o no, porque ellos aparecen ya grandes y ellas están tan viejitas como Licha de la Cuadra que no alcanzó a ver a su Ana Libertad aparecida hace apenas dos años.

Tenía siete años Tatiana en 1980, cuando ellas lograron su primera recuperación directa. Doce años los mellizos Matías y Gonzalo Reggiardo Tolosa, manipulados por la prensa más horrible, negados por el tiempo más oscuro de la democracia. Apropiados por un comisario, compañeros de juegos de Juan, que se supo a los 24, maltratado por su apropiador también comisario.

Pasó el tiempo y fueron adolescentes. Buscados a través de programas de televisión, a partir de tocarles los botones de su propia angustia. De ese vacío vital de una edad en la que se duda de lo fundacional, crítica de los cimientos y de los mandatos. Aparecieron con caras de dormidos, con piercings, con cabellos teñidos, con tatuajes de Mettalica, con anteojos, con jeans rotos. Aparecieron de madrugada, en discos, en los cordones de las veredas, en estallidos de furia, en preguntas de por qué.

Y fueron mayores y llegó Ignacio a los 37, con la cara de Montoya y la palabra de Laura Carlotto y los dedos en el piano para tocarle a la abuela la canción de su vida. Es Estela, con bastón y las piernas algo flojonas. Mientras Chicha la espera a Clara Anahí todavía bebé, siempre bebé.El hijo de Ana María Lanzillotto y Domingo Menna apareció en estos días, con el número 121. Tiene cuarenta años. Y un terremoto entre la garganta y el corazón, allí donde se domicilia la cola de la vida. El cuenco de la identidad. Aparece hombre, con el niño perdido en su historia. Con la mitad de la vida construida sobre cimientos de cartón. Pero aparece. Y faltan todavía 300. O 400.

Que seguirán volviendo de un sendero en falsa escuadra, retornados de un nombre que no es, de un pasado que no fue propio, de un árbol de genealogías que deberán volver a construir, dispuestos a amar o dispuestos a odiar.

Pero seguirán volviendo. Aparecidos, aun con canas y bastón. Volverán con las marcas del tiempo en las comisuras. Con los ojos gastados. Con el niño que les invade de pronto un territorio vedado. Cada vez más sin abuelas. O abuelos ellos mismos. Pero seguirán volviendo. Como la cola del huracán de la esperanza. Que se clava, pertinaz, en la memoria. Y no se disipará hasta que vuelva el último. Añoso y exangüe.

Pero espléndidamente aparecido.

Edición: 3244


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