La muerte del hombre desnudo

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Por Miguel A. Semán

(APe).- “Un día te quedarás ciego, como yo. Permanecerás sentado en alguna parte, una mota perdida en el vacío, en la oscuridad para siempre, como yo”. Lo dice Hamm, el último personaje de Alfredo Alcón en este mundo. Un rey desposeído y prisionero en una vida donde ya no existen las bicicletas, la naturaleza parece acabada y sólo quien duerme tiene la posibilidad de hacer el amor, ir al bosque o mirar el cielo.

Es sabido que los actores cuando mueren no pueden ir al cielo ni al infierno porque se quedan desnudos de alma. Los personajes a los que se la prestaron insisten en quedársela como si fuera una camisa. Aunque la mayoría de las veces hay una sola alma para muchos y en su afán de guardarse algo, sólo se llevan jirones. Pero a los personajes eso no les importa. Se van conformes. Casi felices, como si se llevaran guardada “una gota de agua en la cabeza”.

A esas horas el pobre actor se encuentra solo y sin su alma en las puertas de ninguna parte. Así desvestido y sin nadie adentro, ¿quién podría recibirlo? ¿Qué público pagaría para ver lo que no se ve? ¿Con qué nombre se anuncia el vacío de uno mismo? ¿Pecados, virtudes, confesiones, miserias, perdones, lealtades? Nada. Ninguna credencial. Sólo un par de bolsillos agujereados que dan al infinito.

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¿Y qué hizo usted durante todos estos años para ser tan nadie? pregunta la voz del director desde la primera fila del teatro vacío. El actor en ese momento descubre que está parado sobre un escenario. Quiere encogerse de hombros y no puede. Trata de esconder las manos que le faltan. Mira hacia adelante y la luz que lo enfoca lo enceguece hasta que recuerda que ya no tiene ojos y vuelve a ver las butacas solitarias y la voz del director en la primera fila.

El actor baja del escenario. El director se quita las gafas negras y le dice que se acerque. Que mire dentro de sus ojos ciegos. Él al principio sólo ve una pared de niebla. La niebla se disipa hacia un negro claro y al fin aparecen unas casas, un pueblo y gente parecida entre sí que anda por las calles del pueblo.

Le parece haber estado antes ahí. Le parece haber vivido siempre en una calle de esas. De a poco empieza a reconocer cosas y lugares. Sobre una tumba ve una rosa de cobre. Una corona de cartón sobre una silla de paja. Una espada carcomida por el óxido. El viento y la llanura. Ve un muchacho que salta los muros como un gato en celo. Una guitarra profunda. Hogueras. Sombras. Una valija olvidada en un andén. El baño de un bar. Un naipe, la sota de bastos. Y más allá, solo, muy lejos, un diablo arrepentido que le manda mensajes a su Dios. El mismo que nos dijo una vez que el mal no era lo peor que podía pasarnos, y al fin nos pasó.

La noche cae sobre el pueblo, se encienden las primeras luces. La voz del director vuelve a ponerse las gafas y el actor da un paso atrás. Lo reconoce. El rey ciego del último acto. Los dos alzan las manos como si quisieran acariciarse. Sólo acarician el aire. Ya no existen. Nada existe, salvo ese pueblo perdido allá abajo. Sus calles torcidas. Los bares, las casas y la gente. Pedacitos de alma robados que titilan en la oscuridad.

 Edición: 2672


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