Seecholé, la eterna sobreviviente

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Texto: Mariano González Vilas – Fotos: Ana Laura Beroiz

 

En memoria de todos los que mueren de pie, embarrados, en busca de justicia.

En memoria de todos los que nos obligan a caminar y a continuar su lucha.
En solidaridad con los que todavía caminan este mundo buscando justicia e igualdad.

En memoria de la abuela Norma Navarrete, sobreviviente del genocidio, aún impune, llevado a cabo por el Estado Nacional y Gendarmería Nacional en 1947 contra el pueblo Pilagá.

 

“No están mudos, nunca han partido nuestros muertos, se les oye en la leña que arde, en el sollozo del humo, en los labios de la llaga. 
Hombro con hombro, vivos y muertos vamos; venimos del goteo de un árbol... 
- Como no dirás…
- Como no diremos.”

 

 (APe).- El 8 de mayo pasado falleció en el territorio Pilagá Norma Navarrete, Seecholé en lengua Pilagá, sobreviviente de la masacre de Rincón Bomba en 1947.

 Habrá pasado sus últimas horas, antes de abandonar este lado de la tierra, recordando en la oscuridad la historia de aquel octubre demasiado frío, demasiado gris, demasiado impune de 1947 cuando las fuerzas del orden ordenaron sistemáticamente, junto al Estado Nacional, la muerte del pueblo Pilagá.

Habrá recordado al paraje de Rincón Bomba, en Las Lomitas; en aquella Formosa en pañales que aún no era provincia, en donde el genocidio se mostró desnudo. En aquella Nación todavía en construcción no había lugar para los sucios indios. Nunca hay lugar para los Otros y mucho menos si son indios. Ni siquiera la exaltación de la época los vió. Fueron los grandes olvidados de la época, compañeros del dolor con los malones de la paz, los hermanos de Napalpí y tantas otras masacres silenciosas; víctimas invisibles de un país construido por los sicarios de la ilustración, que rezando al Dios del capital y el progreso, le besaban la sombra a los Sarmiento, los Mitre y los Roca.

Habrá permanecido en su cama los últimos días. Mirando sus arrugadas manos se habrá extraviado en la neblina de la noche, sin saber si eran los dedos de la abuela Norma o los de la jóven Seecholé los que veía.

Ni la violencia ni la muerte pudieron disciplinar a esta mujer que era una y es todas, que fue la voz de las que no pudieron gritar. Las balas junto a la violencia física y sexual intentaron disciplinar y humillar sus cuerpos para grabar a sangre y fuego qué lugar ocupaban; para que supieran y conocieran su triple pecado. Ese pecado imperdonable para los dueños del poder y la fuerza: ser india, mujer y rebelde.

Los gritos de aquel fatídico octubre le habrán zumbado de nuevo en sus oídos y la leve silbatina de las balas le habrá recordado el olor de la sangre regando el suelo de los mediados del siglo XX. Habrá repasado detalles minúsculos, perdidos en algún rincón de la memoria. Se le habrá colado por la ventana, casi sin querer, el color de la voz olvidada de su madre.

Habrá recordado la cacería humana que se prolongó durante semanas luego de aquel 10 de octubre y los cuerpos que quedaron tendidos para siempre en la inmensidad del monte de su memoria. Habrá recordado a la violencia uniformada y el desconcierto en las miradas ancianas ocultas tras los arbustos. Habrá repasado los años que siguieron a la masacre, el largo caminar construyendo nuevos mundos sobre la herida aún abierta y finalmente, antes de irse, se le habrá inflado el pecho de dignidad por haber destrozado de una vez y para siempre al silencioso olvido.

Norma Navarrete, la abuela Seecholé, murió sin conocer la justicia. Se fue en un mundo
donde ser Otro sigue siendo un pecado y donde la pluriculturalidad es todavía es un mundo por construir.

 

*****

 

Con el paso avejentado se va. Camina despacito pero lejos, con el paso y el peso de los años lastimándole los hombros, los gritos de sus muertos como llagas en la boca y la sangre derramada tiñendo su memoria. Se va despacio y se presiente lejana. La extrañará la madera que se ofrecía a reparar sus sueños, la extrañará el viento norte que sólo sosegaba en sus ojos. La canasta inconclusa esperará en vano a sus tersas manos que ya no volverán. La llorarán sus nietos huerfanitos de historias a la hora en que la noche se vuelve muerte. Es frío y hace mucha noche en este rincón. La devoró esa misma noche que se abalanza en esta parte de la tierra, se la llevó la noche con el frío de la amnesia que abriga a los desmemoriados de arriba.

Dejó un pañuelo a mano por si regresa y una escarcha hecha memoria que irá quemando más temprano que tarde, los pies que nos aplastan. “Se va la abuela”, grita el changuito, guerrillero de los montes, temido por las aves más pequeñas que él, con la cara todavía sucia de un duro día de juegos. La ve irse, pero nadie lo escucha en la noche solitaria. Ella lo saludará desde el umbral que separa los mundos y el moqueará más que de costumbre apretando los dientes, esperando que los labios de su abuela tejan una última historia.

La llora el artesano; y son ahora sus criaturas de madera quienes le moldean el dolor. Se encerrará en el monte a llorar su pena de varón. Pasará horas meciéndose en la noche que se la llevó, susurrándole palabras olvidadas a su amada compañera. Las aves mensajeras de la noche fatigarán la oscuridad uniendo los mundos. Despertará sin haberse dormido con la brisa del norte en su mirada. “No se fue la abuela”, dirá con los idiomas abrazados.

Los miles hermanos masacrados la recibirán con honores por haber revelado los dolores de su pueblo. Sus hermanas sanarán su dolor
Vivirá en la memoria que sembró, en la historia que tejió con paciencia milenaria; revivirá como las brasas cuando la palabra susurre su nombre en un breve soplido. No se fue, vivirá en la mirada de sus hermanos; jamás será olvido ni ausencia. Se ha quedado a morir en el corazón del carandillo, vigilando celosamente la memoria de su pueblo, aguardando silenciosa y taciturna la llegada de la justicia; obligando a los suyos, a los que venimos detrás, a avanzar sin detenerse; buscando a la justicia que por más que se esconda no puede fatigar las huellas de este gigante. Aquí se ha quedado, en el perfume del palo santo, en lo dulce de la tuna, en la lluvia insurrecta, obligando a caminar despacito pero lejos, como sus pasos.

 

Edición2694


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