Si no hay amor, que no haya nada entonces

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Por Bernardo Penoucos, desde Azul (*)

(APe).- El infierno está encantador, silbaba pícaro Matías, antes del pasamontaña, el beso al Gauchito y el pumba inicial.

Cuando la celda vomitaba noches sin grillos y la luna era sólo un dibujo de hacía muchísimo, la música- o los sonidos dispersos que solidariamente habían quedado alojados en su memoria-, nunca lo abandonaron, como no lo abandonaron tampoco los últimos rostros entrados en pánico, la resaca del poxy primero, y la resaca del poxy mezclados con los puntapiés en sus riñones después.

-"Vos pendejo piraste, vos estás jugado.¿me entendés guacho?¿me entendés mierda? Vos no tenés cura, ni el gauchito ni los cagones de tus amigos te salvan, ¿entendés? quedaste tirado, te dejaron tirado. ¿Abogado? che, escuchálo al pendejo, dice que quiere un abogado, jajá, miralo vos...acá te quedás, en el buzón, por mierdita que sos, acá te quedas solo."

El Indio, ese pelado inquieto que cantaba raro y escribía rarísimo, se transformó para Matías en una estrella, en esa estrella y su lujo. A cada canción le encontraba la vuelta de rosca, todas estaban - según alardeaba- escritas para él.

Cuando Matías era un embrión ya sabía sobre el crujir de las celdas sin aceite. Su vieja -Mónica- lo gestó en la "visita higiénica" y desde aquel entonces -hasta sus cuatro o cinco años- se hamacaba muy serio entre los pabellones, comía los caramelos que la requisa de vez en cuando le regalaba, corría de alambrado en alambrado y desafinaba sus oídos con los gritos de adentro hacia afuera y de afuera hacia dentro:

"Dale Mirta!! Acordate de avisarle al Jorge que me traiga lo que ya sabe!!, no te olvides, decile que lo amo al turro ese, y que no me cague con nadie porque acá adentro se sabe todo, ¿sabes? Dale, dale, yo también te extraño guacho! portate bien afuera, que acá es un engome".

El primer cielo de Matías fue hasta ahí nomás, un cuadradito chiquito que cuando su mamá lo alzaba en la visita se hacía más grande, pero no del todo grande, no del todo cielo. Así se fue criando Matías, con el olor a humedad cotidiano y con las despedidas como dolores dulces, igual que cantaba el Indio, se fue desandando camino con la oscuridad adentro y el sol afuera, con mucha gente haciendo todo a la vez, con mucho grito de día y con más grito de noche.

Después, cuando la Ley obliga a separar el hijo de la madre para que no crezca en un ambiente perjudicial para su desarrollo físico, intelectual y etcétera, comenzó a girar su infancia como miles de los suyos: familias "adoptivas" que a la primer travesura se aburrían, hogares sin calores, servicios locales de infancia, escapadas, hogares, escapadas, y por fin la calle.

Allí- en la calle- comenzó, según cuenta, a ser él:

"En la calle empecé a ser yo , ahí de una que era yo, porque cuando me tiraban a alguna familia y caía ahí de repente, era un re garrón, estaba la vieja, un viejo y los hijos y yo caía ahí como un sapo de otro rancho. Me miraban raro y la ropa que los otros dejaban me la daban a mí como de lástima y cuando agarraba un poco de confianza ya me miraban peor, y como que yo sobraba, ¿me entendés?, como viviendo una historia que nada que ver, viviendo de prestado, no sé, colgadísimo, re raro. Entonces le agarré la mano, y a cada lugar al que me mandaban, bardeaba y metía quilombo. Corte que así me empezaron a echar de todos lados y tuve más barrios que nadie; yo, al principio quería volver con mi vieja, yo que sé, mal o bien, la loca siempre me dio algo y yo la conocía. Más vale que la iba a conocer, si era mi vieja; como no la iba a conocer, pero cada vez que preguntaba por ella me re chamuyaban y cuando yo empecé a entender todo, a eso de los 10, 11 años, me decían que estaba enferma, que ya me iban a llevar a verla, que tenía que esperar y no sé que otros berretines. Después me enteré que la vieja andaba re loca, re empastillada y que la habían arruinado en un motín, allá, en Olmos, me enteré que la loca se puso re chapa cuando a mí me sacaron de al lado de ella, y entró a bardear y a bardear, y que los canas la arruinaron a palos y que después las pastillas, y bueno… Viste cómo es, dicen que se cagó colgando en una celda, pero no sé, para mí que la mataron. Igual ya fue, ni me acuerdo de ella; pero quién te dice, por ahí algún día me pinta, me animo y la voy a acompañar, porque por ahí, en el fondo, la loca me quería posta".

Hacía 2 años que Matías dormía, vivía y enloquecía en el Instituto, su causa era grave, había entrado a un restorán muy drogado gritando y desorbitado, sin saber dónde estaba ni para qué. Cuando empezó a razonar un poco que tenía un arma en la mano y estaba apuntando a una señora se asustó y salió corriendo. Pero ya fue tarde, afuera, frente al restorán y escondidos tras las patrullas estaba toda la policía, él empezó a tirar para cualquier lado y en cada disparo el cuerpo le temblaba, en el cuarto o quinto gatillar la bala fue a dar a una chica que salía corriendo de un quiosco, la hirió en el pulmón y la chica falleció a las dos horas. Lo último que Matías recuerda es la cara de la señora dentro del restorán, una cara de suplicio pero de entendimiento, recuerda que la señora lo miraba a los ojos y los tenía nublados, como llorando del miedo, ahí es cuando él se asusta y corre hacia la puerta. Después, no recuerda más nada, salvo el ruido ensordecedor y finito de las balas rebotando en cualquier lado, salvo los primeros síntomas post-resaca y post-golpes dentro del calabozo, salvo, la cara de su mamá levantándolo en el patio cuando había visitas y diciéndole:

"¿Ves el cielo, viste que es grande y azul?, bueno, es mucho más grande y mucho más azul del otro lado, afuera, donde está la gente buena y es todo para vos Matías ese cielo, vos te tenés que portar bien, así de acá nos vamos juntos los dos y nunca más volvemos a estar tristes".


(*) Bernardo Penoucos recibió mención especial en el Concurso de Crónicas "Alberto Morlachetti".

Edición:3176


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